De pibes la llamamos la vedera
y a ella le gustó que la quisiéramos.
En su lomo sufrido dibujamos
tantas rayuelas.
Después, ya más compadres, taconeando,
dimos vueltas manzana con la barra,
silbando fuerte para que la rubia
del almacén saliera a la ventana.
A mí me tocó un día irme muy lejos
pero no me olvidé de las vederas.
Aquí o allá las siento en los tamangos
cómo la fiel caricia de mi tierra.
Del libro Salvo el Crepúsculo de
Julio Cortázar -Argentina-
Seleccionado por Leandro Murciego
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