Una vez conocí a aquel
que no guarda para el invierno,
el que vive de sol a sombra
y no deja polvo acumularse
sobre los muebles inexistentes.
Entre barcas varadas en la playa
contaba historias tristes
que acababan ahogadas en alcohol,
mientras el mar murmuraba
plegarias infinitas de ir y venir.
El hombre tenía la mirada de otoño,
una voz de gaviotas de atardecida,
manos callosas que raspaban el aire,
y sus dedos se entretejían
como marineras maromas gastadas.
Narraba jornadas terribles,
sucesos de noches de lunas rotas,
cuando el mar muerde las piedras
en furia letal desatada.
Tras el enésimo cigarrillo,
y la enésima copa de amargo vino,
al llegar la hora más triste
y sentir el tétrico cántico de la resaca,
el hombre,
el hombre eterno,
lloraba sobre el recuerdo del cadáver
de la mujer perdida,
arrastrada por la mar huérfana
de difuntos,
que devolvió, a cambio de su vida,
un coral destrozado por las olas.
Francisco Segovia -Granada-
Publicado en el periódico Irreverentes
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