Cuando atendió el teléfono, no esperaba esa noticia: tía Olga había muerto. Los ojos vacíos, sin lágrimas, evocaron el rostro de la anciana.
Ana era su única pariente viva, por lo que debía hacerse cargo de los trámites, se lo dijo el abogado. Pero no deseaba regresar a aquella casa; hacía años que no iba allí. Aún recordaba la escalera de mármol, la galería cerrada por una larga pared de vitraux en la que los dibujos subsistían eternos, aquella chimenea que rara vez estaba encendida.
El esposo de Olga había sido arqueólogo, y a su muerte, la mujer conservó todas y cada una de sus reliquias: cuadros, estatuillas de barro, jarrones rotos, vasijas quebradas. Cuando Ana era una niña, su tía le había hablado de los secretos y maravillas encerradas en cada una de esas piezas de museo. Eran historias de magia y maldiciones, que por años la persiguieron en sus pesadillas. Cuentos inventados, seguramente, para que la niña no tocara las cosas y las rompiera. Esa al menos, había sido la explicación del psicólogo al que había consultado, la explicación que finalmente logró calmar sus miedos.
Esta vez, al llegar a la casa, la recibió un tufillo a encierro. Prendió todas las luces y las sombras se escondieron en los rincones. Al contemplar los viejos muebles la inundó la nostalgia. Marchó directo a la cocina. Encontró a Félix acurrucado en un rincón, el pobre gato al que tanto torturara años atrás. Puso agua en el bebedero y algo de alimento en el plato del animal. Félix se acercó, receloso, y ella lo acarició, tratando de recuperar en el roce su infancia perdida.
Después de una leve indecisión, resabio de viejos temores, entró al dormitorio. Verlo nuevamente le produjo una extraña sensación. Aún estaba allí el cuadro de la montaña florida y la lejana pagoda. El cuadro que le había hecho ganar una palmada. ¡Nunca lo toques!
No era el momento: tenía que buscar los papeles y el documento de identidad de su tía, los necesitaba para hacer los trámites, pero la pulsión fue irresistible. Avanzó y su mano rozó el lienzo. Nada. El breve paisaje se notaba pálido, deslucido ¡Tanto enojo por tan poca cosa! Ana sintió un sutil mareo. Cerró los ojos, sólo un instante. Luego, la sorprendió la brisa. Abrió los ojos alarmada: el viento agitaba su cabello y sacudía su vestido; la pagoda brillaba bajo el sol. Era totalmente absurdo, pero estaba allí, en ese lugar agreste con el que tanto había soñado. Quiso huir. Regresar. Miró a su alrededor buscando la entrada, o la salida, lo que fuera o como se llamara, pero a su alrededor sólo halló rocas, pasto, flores silvestres y, apoyado en una roca, un cuadro.
En el cuadro se veía una casa, la casa de tía Olga.
María del Pilar Jorge -Argentina-
Publicado en Ficciones Argentinas
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