Durante generaciones, de padre a hijo, el legado se transmitió, y cuando la luna llena estaba en lo alto, el instinto de caza lo desataba de su camisa de fuerza.
Como a sus ancestros, lo atraía el color rojo. Y fue tras la propietaria de aquella huidiza capa. La perdió de vista al doblar la esquina. Aulló hacia la luna llena. Lo detuvo un ataque de tos. « ¡Condenados baños fríos que lo estaban enfermando!».
Aun así podía escuchar el eco de corazón y pulmones contra la caja torácica de su víctima. Hasta olía el reservorio de deseos contenidos en medio de las piernas impúberes. «Una zorra que lo anda
pidiendo», pensó mientras la perseguía por el callejón.
Otras veces, empleó su corpulenta presencia para cerrarles el paso. En esta ocasión, un golpe telepático, y la confundida víctima quedó presa entre las abruptas márgenes del riachuelo. Se valió
de sus largas uñas ─no acicaladas desde el intento de sacarle un ojo al enfermero─ para descender hasta el fondo de la cañada.
Ella tembló al verlo acercarse con la virilidad izada por el influjo del plenilunio.
«Bienvenido, queridito, ¿por qué tardaste tanto?». La capa roja dio paso a una descomunal espalda y una violenta convulsión deshizo el disfraz humano en virutas de piel.
En ese momento, deseó haberse tomado los antipsicóticos y estar tranquilo en su celda. Ahora le tocaba rechazar, con la fuerza de un simple mortal, la feroz caricia de colmillos y garras.
Patricia Mejias (Costa Rica)
Publicado en la revista digital Minatura 145
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