Hay mujeres de azufre y mujeres de acero.
Las hay que hacen del coño donativo o promesa.
Yo prefiero siempre el que es una promesa,
aunque me mienta o se mienta a sí mismo.
Al final el calor es el calor, e importa.
Hay mujeres inválidas por el amor, tullidas,
que arrastran una larguísima estela de cadáveres
y a las que es imposible regalarles flores
(porque las flores les recuerdan a la muerte,
o demasiado a la vida, nunca supe...).
Hay mujeres a quienes un orgasmo las deja indefensas, las desarma;
otras que abren las manos y los ojos, como recién nacidas,
y te dan las gracias haciendo pucheros.
De ésas yo escapo, las temo más que al hambre y a la muerte.
Y luego están las que son como puntos de luz sobre un tablero en sombras,
las que te hacen de guía y te compran camisas, ésas que no se olvidan de tu santo,
ni de la hora que es, ni del futuro. Te llenan la nevera de yogures
y la noche de dudas innombrables (porque mañana será lo que ellas quieran, ¿y tú, entonces? ¿Tu vida? ¿Para cuándo?)
También hay hembras locas como perros de presa,
como signos que un demente trazara en el polvo,
incomprensibles, soberanas de un reino de algún cielo.
Inmensas.
Y luego están las madres.
Las que te prestan el pecho como para saciarte de la angustia,
siempre con una sonrisa en la boca (para que no te espantes,
para que sueñes sueños por entregas,
como si nunca jamás fueras a despertarte).
Como si no vivieras al acecho
de lo que nunca enseñan a los niños...
Tú
llegas como el hambre,
como el antes de todo y el Ahora,
y no sé descifrarte ni decirte en palabras...
Y abres tu corazón, que es pájaro y ventana,
y me dejas llorarte que para mí el amor es un cadáver,
un niño muerto en brazos, una excusa...
Dejas que sea
Y luego me despiertas.
Carlos Bonino
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