Nunca le había gustado esa fecha, ese fatídico aniversario. Vivía sumido en una nostalgia eterna, en una profunda oscuridad en la que se abismaba más cada día. Tener que rememorar el momento de su muerte era algo que le angustiaba sobremanera, que le cerraba el estómago y le provocaba náuseas, volcado de bruces sobre el frío lecho mientras su cuerpo se estremecía en medio de quejumbrosos espasmos. Dos ríos de agua marina nacían de sus ojos y se desbordaban prontamente sobre las sábanas en sendos torrentes, al tiempo que maldecía en silencio el día en que empezó todo; el día en que su hermoso sueño se trocó en tan amarga pesadilla.
Permanecía ahí tendido durante largas horas, hasta que terminaba de deshacerse la última de las oscuras nubes que poblaban su mente. Entonces, todavía aturdido y desasosegado, se atrevía a salir de casa, cuando el sol ya se había ocultado y su lugar lo ocupaban las lúgubres tinieblas de la noche. Esa noche eterna en que vivía desde hacía ya más de tres décadas.
Caminaba despacio, taciturno, sumido en sus pensamientos y en sus recuerdos, con la cabeza gacha, sin fuerzas para levantar la mirada al frente. Había olvidado las palabras y el trato con la gente; la sonrisa había huido de su rostro, y en su boca sólo se dibujaba una triste mueca de amargura.
Finalmente llegó al cementerio. No sabía por qué exactamente hacía ese recorrido todos los años en el día de su efeméride, cuando cuando tan mal se encontraba. Nunca había sido creyente; en el camposanto no había ninguna lápida, ninguna inscripción conmemorativa de su difunta alma. Habría sido un hecho insólito pagar por un nicho para un ente incorpóreo.
Ahí se encontraba, solo, frente a los lúgubres cipreses, fieles e incansables guardianes de las tumbas, en ese lugar intermedio, a medio camino entre la vida y la muerte. Un gélido viento le azotaba con fuerza y lanzaba al vuelo unas tímidas lágrimas que habían empezado a brotar de sus ojos mientras observaba con melancólica mirada los árboles custodios, aquéllos que debían de guardar la llave que algún día le abriría la puerta para reencontrarse con la otra mitad de su ser, la mitad perdida. Hasta ese anhelado instante continuaría vagando por un mundo al que ya de derecho no pertenecía, ciego a cuantos y a cuanto le rodeaba, sumido en su impaciente espera.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
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