Siempre al pasar por esta calle y mirar al patio de su casa, él levanta la mirada deja de jugar a la pelota y huye como si le asustara mi presencia.
La última vez me quedó la intención de arrebatarlo, de llevarlo conmigo.
Después de mucho meditar hoy me atrevo. Violo la intimidad de la morada: una silla a la que le falta una pata está atravesada en la puerta, al fondo el mobiliario desvencijado descansa sobre un piso polvoroso. Escucho mi respiración agitada y el ritmo apresurado de mi corazón hace latir las paredes de madera y latón. Un olor penetrante de aceite quemado, de frituras, me lleva a dirigir la mirada hacia el otro rincón donde un montón de platos y vasos de plásticos reposan sobre la mesa con restos de comida, al parecer, del día anterior.
Sigilosamente sigo mi recorrido. En otra habitación y sobre un catre permanecen algunas vestimentas apiladas, percibo una mezcla de olores entre humedad, sudoración y cosméticos baratos. Mas allá, empotrado entre el catre y un gran escaparate descubro una caja de madera de amplias dimensiones, me acerco y en su interior observo algunos peluches y otra diversidad de juguetes. Un sonajero con forma de oruga llama mi atención, pienso en su dueño. Lo levanto y hago tintinear suavemente. Su sonido armonioso me hace desistir.
Vuelvo sobre mis pasos y me retiro con la misma discreción con la que había entrado. Al ganar la calle, la cruzo con paso apresurado hasta llegar a la plaza. Allí el repiquetear de las campanas de la iglesia mayor se confunde con el sonar del sonajero en mi bolsillo
“Al menos el cachorro no tendrá a quien extrañar”—me conforto.
Llego a casa, coloco el sonajero sobre la mesa y comienzo a escribir.
ANDREA ALVAREZ (Venezuela)
Publicado en Los puños de las palomas
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