No sé por cuánto tiempo integré una ecuación. Por descuido, sed de aventuras o, tal vez, rutina acumulada, decidí abandonarla.
Mas, apenas di unos pasos, mi peso activó un mecanismo pavoroso: el horizonte se duplicó, a la manera de una boca panorámica.
Los otros números, entretanto, se limitaron a contemplar la escena, mientras yo gritaba y me dejaba estrechar por la desesperación. En ese trance, recuerdo haber oído risas y suspiros de alivio entre quienes festejaban no ser los protagonistas del incidente.
Alguien advirtió que sin mí no habría un resultado preciso, pero otra voz señaló que para qué preocuparse por un simple ocho, si el error que generaba mi ausencia era insignificante.
Ya estaba a punto de compactarme en un doble cero superpuesto, cuando recordé un pasaje bíblico: empleé entonces mi elasticidad y mi fuerza y devolví al ángulo a los ciento ochenta grados.
Luego, sudoroso, contuve los últimos estertores del trazo, en tanto mis compañeros de nuevo me hacían lugar, comentando, ahora sí, que mi presencia era imprescindible para el resultado.
No los miré. Ni siquiera me despedí.
Caminé hasta uno de los extremos de la desvencijada raya y establecí mi propio tránsito sobre el papel en blanco.
Premio Internacional de Microficción Narrativa “Garzón Céspedes” 2012. Cuento.
Armando José Sequera (Venezuela)
Publicado en Oros
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