Los tres hermanos, con cara enfadada, estábamos mirando el plato de bacalao con tomate que teníamos delante. Con solo olerlo, nos daban arcadas. Madre nos decía que aquel “manjar” lo había preparado con todo su cariño.
Íbamos a protestar porque siempre era la misma cena, cuando padre, al regreso del trabajo, hizo su entrada en la cocina. Su sola presencia fue suficiente para que no hiciéramos ningún comentario.
Los cinco empezamos a comernos el manjar, cuando también entró en la cocina la señora Luisa.
―¿Pero todavía estáis sin preparar? gritó sin dejar entrar a su marido, el señor Ángel.
―¿No os acordáis que habíamos quedado para ir al cine a las nueve?
A mis padres no les dio tiempo a responder, la señora Luisa siguió:
―¿Se os ha olvidado que hoy ponen la de Gilda? Sí, esa que los curas han dicho que es pecado verla. Fíjate que le han puesto “cuatro erres”, mayores con reparo.
Una nueva mirada de padre, no necesitaba palabras, nos hizo acelerar la comida del manjar.
Si el bacalao siempre me había resultado salado, aquella noche, me resultó mucho más, tal vez por la mezcla con mis silenciosas lágrimas.
Agustín Fernández Escudero
Publicado en Raíces de papel
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