La curiara había volcado y se alejaba con la corriente sin rumbo fijo. Mientras, los brazos de la anciana se agitan por sobre las masas de agua que la tragan, voraz, sin misericordia.
Todo estaba bien hasta que llegó el viajero, un hombre venido de ninguna parte que miraba de lado y caminaba con el pecho inflado como pavo real. Jaina había quedado prendada de él, por sus maneras complacientes y solicitas que, no en pocas ocasiones, proveía a la muchacha.
— No te quiero ver más con ese hombre. —Le había dicho su abuela días antes.
—Pero abue, si no lo conoces. El me habla de la ciudad, de todo lo que desconozco por vivir aquí, aislada en este monte. No puedes obligarme, lo sabes.
—No te voy a obligar a nada, estas a mi cargo desde que murieron tus padres y es mi responsabilidad cuidarte. Por eso lo hago. Y —agregó rotundamente—, ¡no verás más a ese hombre!
Días después, el viajero había desaparecido misteriosamente. Al poco tiempo hallaron, lo que muchos suponían, su osamenta encallada en las riberas del río.
Todo habría quedado allí si Jaina no hubiera escuchado la conversación de su abue
con uno de los hombres de pueblo.
—¿Y al final qué quería ?, ¿saber sobre el camino a las minas?
—Así es —le contestó el hombre recostado de una de las vigas del ranchon—, creo que era lo único que le interesaba. Luego, todo fue más fácil. Lo subimos a la curiara haciéndole creer que lo llevaríamos al camino de las minas y a la mitad de Río Bajo le dimos un empujoncito.
—Teníamos que hacerlo —prosiguió la vieja —, ese menesteroso se estaba burlando de mi nieta, lo único que buscaba era sacarle información. No podía permitirlo.
—¿Y usted, cómo lo supo? ¿Se lo dijo Jaina?
—Yo los escuché, le hacía preguntas sobre el lugar de donde sacamos el oro. Por supuesto, Jaina no se lo dijo porque no lo sabe, pero yo me di cuenta de sus intenciones. Luego ella misma me preguntó. Allí me dije, este hombre es más peligroso de lo que parece y decidí hablar contigo
—Hizo bien, ahora tenemos un problema menos.
—Dos —respondió la vieja sagazmente, — ya no podrá perjudicar a mi nieta.
Jaina debió contenerse para no salir y enfrentar a su abue, después de todo, que derecho tenia si todo lo había hecho por ella y ahora la convertía en asesina. Su reacción fue caminar hacia la costa del río, subir a la primera curiara que descansaba sobre las aguas y comenzar a remar.
Al alejarse, un hombre desde la orilla le gritaba para que volviera con su embarcación.
Las voces llegaron hasta la casa de la anciana quien corrió a la margen del río para ver como la canoa con su nieta en ella se alejaba bajo el calor inclemente y los vaporones de las aguas.
—¡Nos escuchó! —gritó al hombre con el que había estado hablando segundos antes—seguro nos escuchó.
Desesperada, corrió por la orilla del río y tomó otra embarcación. Como pudo, la arrastró hasta las aguas y comenzó a navegar en dirección a la barca que llevaba a Jaina
—¡No haga eso! —Quiso prevenir el hombre, —hace mucho que usted no navega, ni tiene fuerzas para dominar la embarcación.
La advertencia llega tarde, el hombre intenta detenerla; pero ya la curiara ganaba velocidad entre las curvas pronunciadas del río y se dirigía vertiginosa hacia la parte más peligrosa de Río Bajo. En su acelerado recorrido golpea fuertemente contra troncos y rocas. Se acerca y aleja de la rivera en loco vaivén. La embarcación donde viajaba Jaina desaparecía en el horizonte, cuando la de la vieja da una voltereta en el agua y ella queda atrapada entre el casco y la profundidad del río. La desdichada comienza a agitarse, a buscar la superficie desesperadamente. Sus miembros se agitan como si pretendiera nadar, apenas flota.
Estas sacudidas, el calor asfixiante, la falta de alimento que suele azotar la zona durante los veranos intensos, hacen que las hambrientas pirañas deseen formar parte de la escena.
ANDREA ALVAREZ (Venezuela)
Publicado en Los puños de las palomas
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