Un errante cangrejo,
caparazón duro, de azul intenso,
de los que en mi infancia llamaban Moro
y cazaban para disfrutar su escasa carne,
disponía de sus tenazas para ocultarse
en la brasa verdecida de los entretejidos manglares.
A cierta distancia de las aguas
que lo intimida como si fuese su rival
o estorbo para su serenidad
se mostraba estático sobre la apisonada arena
en que se había posado una bandada de garzas,
cincuenta o sesenta aves huidizas
en busca del ocaso de la tarde.
Amenazaban las lluvias
por buen rato aleteado alrededor de grises nubes
para finalmente desaparecer
por el mismo camino que tomaron las aves
espantadas por la noche que ya se presentía.
El brillo de la espléndida noche
extendida sobre el mar
solo desciende,
cuando están todas las luces prendidas,
luces de coloreado neón
en los altos edificios de Sunny Isles
liberando sus gigantes sombras
sobre la frágil trazo de un ave
que vuela en zic zac sobre mi cabeza
como si fuese una premonición.
Me pongo de pie y me le acerco,
le doy de comer en la cuenca de mi mano.
Le muestro mis residuos, se los sedo
sin esperar nada a cambio.
Planto firme los pies,
me aferro al cristal de una ventana
a sabiendas que estoy cerca de una playa
amortajada por los hilos de un aire tibio,
puntadas a contra reloj
en aguas en las que me he sumergido
más de una vez.
Intento ensanchar aún más el agujero
protegido por un cristal blindado
observarlo todo con detenimiento,
incluso lo que no se expone a simple vista.
Dispuesto a la perforación oriento el ojo entrenado
al brillo que irradia la belleza.
Dios es inmenso, le digo a Sonita
que siempre está sonriente.
Cómo no estarlo
si ella sabe que permanecer bajo este cielo
solo es posible por la bondad de Dios.
En la madrugada me obligo a cerrar los ojos
solo para escuchar el insistente bramido del agua
enfrentada a la noche
como si con su arrogante movimiento
se hubiera tragado al pájaro que había dado de comer
y que desde su fondo oscuro permanece atascado.
Manera de hacernos saber su agonía.
Pido a la noche se pierda en el nimbo del cielo,
se enfrente al amanecer con su profunda oscuridad
y detenga por unas horas mi estancia.
ARÍSTIDES VEGA CHAPÚ -Cuba-
Compartido por Claudio Lahaba
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