viernes, 27 de abril de 2012
A LOS MAESTROS
Educar debe de ser una cosa parecida a espabilar a los niños y frenar
a los adolescentes. Justo lo contrario de lo que hacemos: no es
extraño ver niños de cuatro años con cochecito y chupete hablando por
el móvil, ni tampoco lo es ver algunos de catorce sin hora de volver a
casa. Lo hemos llamado sobreprotección, pero es la desprotección más
absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a comprar una triste
barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la coca.
Sorprende que haya tanta literatura médica y psicopedagógica para
afrontar el embarazo, el parto y el primer año de vida, y que exista
un vacío que llega hasta los libros de socorro para padres de
adolescentes, esos que lucen títulos tan sugerentes como Mi hijo me
pega o Mi hijo se droga. Los niños de entre dos y doce años no tienen
quien les escriba. Desde que abandonan el pañal (¡ya era hora!) hasta
que llegan las compresas (y que duren), desde que los
desenganchas del chupete hasta que te hueles que se han enganchado al
tabaco, los padres hacemos una cosa fantástica: descansamos. Reponemos
fuerzas del estrés de haberlos parido y enseñado a andar y nos
desentendemos hasta que toca irlos a buscar de madrugada a la disco.
Ahora que al fin volvemos a poder dormir, y hasta que el miedo al
accidente de moto nos vuelva a desvelar, hacemos una siesta educativa
de diez o doce años.
Alguien se estremecerá pensando que este período es precisamente el
momento clave para educarlos. Tranquilo, que por algo los llevamos a
la escuela. Y si llegan inmaduros a primero de
ESO que nadie sufra, allá los esperan los colegas de bachillerato que
nos los sobreespabilarán en un curso y medio, máximo dos. Al modelo de
padres que sobreprotege a los pequeños y abandona los adolescentes
nadie los podrá acusar de haber fracasado educando a sus hijos. No lo
han intentado siquiera. Los maestros hacen algo más que huelga o
vacaciones, y la educación es bastante más que un problema. Pido
perdón tres veces: por colocar en un título tres palabras tan cursis y
pasadas de moda, por haberlo hecho para hablar de los maestros, y,
sobre todo sobre todo, porque mi idea es -lo siento mucho- hablar bien
de ellos. Sé que mi doble condición de padre y periodista, tan radical
que sus siglas son PP, me invita a criticarlos por hacer demasiadas
vacaciones (como padre) y me sugiere que hable de temas importantes,
como la ley de educación (es lo mínimo que se le pide a un periodista
esta semana). Pero estoy harto de que la palabra más utilizada junto a
escuela sea 'fracaso' y delante de educación acostumbre a aparecer
siempre el concepto 'problema', y que 'maestro' suela compartir
titular con 'huelga'. La escuela hace algo más que fracasar, los
maestros hacen algo más que hacer huelga (y vacaciones) y la educación
es bastante más que un problema. De hecho es la única solución, pero
esto nos lo tenemos muy callado, por si acaso.
Mi proceso, íntimo y personal, ha sido el siguiente: empecé siendo
padre, a partir de mis hijos
aprendí a querer el hecho educativo, el trabajo de criarlos, de
encarrilarlos, y, mira por donde, ahora aprecio a los maestros, mis
cómplices. ¿Cómo no he de querer a una gente que se dedica a educar a
mis hijos? Por esto me duele que se hable mal por sistema de mis
queridos maestros, que no son todos los que cobran por hacerlo, claro
está, sino los que son, los que suman a la profesión las tres palabras
del título, los que mientras muchos padres se los imaginan en una
playa de Hawai están encerrados en alguna escuela de verano, haciendo
formación, buscando herramientas nuevas, métodos más adecuados. Os
deseo que aprovechéis estos días para rearmaros moralmente. Porque
hace falta mucha moral para ser maestro. Moral en el sentido de los
valores y moral para afrontar el día a día sin sentir el aprecio y la
confianza imprescindibles. Ni los de la sociedad en general, ni los de
los padres que os transferimos las criaturas pero no la autoridad. ¿Os
imagináis un país que dejara su material más sensible, las criaturas,
en sus años más importantes, de los cero a los dieciséis, y con la
misión más decisiva, formarlos, en manos de unas personas en quienes
no confía?
Las leyes pasan, y las pizarras dejan de ensuciarnos los dedos de tiza
para convertirse en digitales. Pero la fuerza y la influencia de un
buen maestro siempre marcará la diferencia: el que es capaz de colgar
la mochila de un desaliento justificado junto a las mochilas de los
alumnos y, ya liberado de peso, asume de buen humor que no será
recordado por lo que le toca enseñar, sino por lo que aprenderán de
él.
Carles Capdevila, Periodista
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