(Artículo de 1920)
Batlle Ordóñez se ha cubierto de gloria en estos días dándonos una prueba más de que es hombre de muchos pantalones. El cable nos cuenta, con lujo de sibaríticos pormenores (estas epopeyas gustan todavía de un modo atroz), cómo Ordóñez le partió el corazón de un balazo a su colega el diputado Beltrán, y cómo éste es, desde enero para acá, el segundo enemigo que despacha en el terreno de los caballeros. ¡Es mucho hombre este truculento y tremebundo Batlle Ordóñez! Le dan a uno ganas, ante hombres así, de darse unos porrazos en el pecho y salir cantando como gallo. ¿Quién iba a creer que allá en Montevideo, ciudad de cuya refinada cultura moderna se nos ha dicho tanto, perdura aún, fresquecito, el guapetonismo caballeresco medioeval? ¡Bendito sea Dios! Pensar que después de tanto herrerareisigmo y rodoísmo estamos todavía tan poco desbastados que no sepamos discutir ningún asunto sin caer en la grosería plebeya de los desahogos y denuestos personales y de estos desahogos y denuestos, en las bofetadas, patadas, palos, pedradas, cuchilladas o balazos...
“Al campo don Nuño voy, -donde probaros espero...” He aquí compendiada toda nuestra psicología de relación en materia de controversias. En este particular estamos tan adelantaditos como en los felices tiempos del Cid Campeador y Diego García de Paredes.
Pero no vayan a creer ustedes que milito entre los adversarios del duelo a la manera norteamericana. Para ellos, para los norteamericanos, el duelo es costumbre ridícula y propia sólo de latinos cabecicalientes. Lo cual no significa que entre ellos estén eliminadas las riñas cuerpo a cuerpo en que culminan, allá como aquí, los desahogos y denuestos. Lo único que ellos han hecho es suprimir el ceremonial caballeresco, pero están tan dispuestos a entrarse a trompadas o balazos con un adversario deslenguado como nuestros hermanos latinos que cultivan aún el deporte de ventilar sus diferencias en el campo de idiotez de don Nuño. Es cuestión de forma, pero tan bárbaro es el que trompea o acuchilla a su enemigo sin ceremonial, como el que lo hace a la clásica usanza caballeresca. Y puesto a escoger, por lo que a mí me toca, entre dejarme romper quijada o costilla por un bruto, y dejarme perforar el cuerpo con florete o bala en el campo del honor, prefiero lo último, forma de barbarie más atenuada, al fin y al cabo, que la plebeya riña sin ceremonial al crudo estilo americano.
La enfermedad no está en la sábana. El mal no está en la forma, sino mucho más adentro: en la manía grotesca de asociar el honor con el daño personal inferido al adversario. Tantas bofetadas, o puñaladas, o balas, dadas o recibidas, otros tantos quintales o toneladas de honor que quedan reinvindicados. Me llamó usted necio, o pelagatos, o estafermo, o canalla, o bandido, o cualquiera de las bajas expresiones coléricas que aún quedan en nuestro poco evolucionado léxico, pues ya tengo el deber de honor de romper o dejarme romper la nariz, la quijada, una o varias costillas y, si a mano viene, el corazón. Mientras más averías físicas resulten del encuentro, más limpio y resplandeciente queda el honor y más resoplante de orgullo el vencedor. ¡Ni más ni menos que si en lugar de hombres se tratara de mulos o jabalíes! En este punto, cualquiera ve que el carrero y el mozo de cuerda coinciden, en su psicología, con el más cultivado intelecto. Mucho orgullo, muchos humos de superioridad sobre los que carecen de nuestro mismo grado de educación... y sin embargo, en las normas fundamentales de nuestra vida, en la manera de entender cosa tan alta y delicada como el honor, tan toscos, tan primitivos, tan desaforadamente mulos los unos como los otros.
Se me objetará que hay ofensas serias y que el no tomarlas en cuenta nos presentaría como unos cobardes. Pero yo replico que el llamarme canalla, o bandido, o perro, no es tal ofensa más que en la cabeza de un tonto. Un epíteto, mientras más grosero y más sucio sea, menos me puede herir. Al que hiere en realidad, al que pone en evidencia como un ser inferior e infeliz, menos digno del odio que de la conmiseración, es al procaz adversario que me lo echa al rostro por no tener cosa mejor en su intelecto con qué defenderse. Un epíteto, como no prueba nada, como no contiene pensamiento alguno, es menos que un estornudo, sólo puede soliviantar a los que, por haber venido al mundo con la psicología de los gallos, temen perder algo si no responden materialmente, con golpes o balas, a la provocación de un imbécil.
Pero, y si a usted, señor --se me ha dicho varias veces-- le nombran la familia o le imputan alguna acción bochornosa, ¿se va a quedar tranquilo? Y yo repondo: Sí; me quedaré tan tranquilo y tan impasible como un ladrillo. Si es verdad, mi mayor orgullo, si soy hombre que valga dos cuartos, debe ser el no rehuir las verdades, ni las agradables ni las desagradables, ni las mías ni las ajenas, por nada del mundo. Y si es mentira... vive Dios, que si yo no supiera despreciar la mentira, si yo descendiese jamás hasta el extremo de ruindad de temblarle a un embuste, ¡me ahorcaría en el acto de asco de mí mismo!
Pero es más. Es que si verdaderamente fuésemos tan educaditos y refinaditos como alardeamos de ser desde que aprendemos cuatro paparruchas en un colegio, y tuviéramos sobre el palurdo algo más que la calidad de la ropa y el pulimento de las maneras superficiales (maneras que se le pueden enseñar a un mono en menos de un trimestre), en lugar de complacernos en el daño corporal producido al adversario, sentiríamos horror ante la sola idea de ese daño. Yo, Juan, salto al campo con Pedro y le pego o me pega. Pues bien; si yo, Juan, soy algo superior al pobre palurdo de la calle en mi sensibilidad y en mi entendimiento, es evidente que saldré siempre perdiendo. Si me pegan, por el dolor y las consecuencias de los golpes. Y si yo pego, porque me avergonzará y me dolerá como un feroz reproche el espectáculo de los golpes o heridas que le dí a mi adversario.
¿Quién que así piense no encuentra en sí mismo reservas de valor (el verdadero, el espiritual, el único) suficientes para no convertir jamás --aunque pase ante el vulgo por cobarde-- un conflicto de ideas, una controversia cualquiera, en un motivo de boxeo o de duelo?
Ese mismo pendenciero Batlle Ordóñez, que en lo que va del año a despachado en el campo de don Nuño a dos de sus adversarios, ante este alto y genuino concepto del valor --del gran valor, floración del espíritu, que llevó a Tolstoy a reñir con su casta, y a San Francisco de Asís a hermanarse con el lobo y la pantera y a Cristo a llevar su mensaje de renovación social lo mismo a la casa del bueno que a la casa del malo-- se queda chiquitito. Porque ¿cuánto apuestan ustedes a que éste señor, este Pepe el Tranquilo de Montevideo que mató a Beltrán de un pistoletazo, no es en el fondo más que un cobardón infeliz que se muere de miedo al solo anuncio de que se va a decir o a creer de él tal o cual cosa?
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera