Toma el asa de su taza con mimo, cautelosamente, como si tocar ese objeto fuese una osadía que pudiera depararle algún castigo o desgracia. También sus ojos, siempre sometida su mirada, escapan del encontronazo con el contrario de manera constante, con adolescente mohín, llamativo por anacrónico si tenemos en cuenta que ya no cumplirá los cuarenta y cinco años. Maruja, la auxiliar de la farmacia de Paco, uno de los locales del edificio donde vivo, colindante con el bar Prieto, no es lo que se dice una mujer hermosa, ni mucho menos llamativa (se ruborizaría hasta la médula si destacara públicamente en algo), vive una vida sosa, sin estruendos, fiel a sus rutinas de solterona, tal y cómo lo ha hecho siempre: antes cuidando de su madre enferma hasta su muerte, ahora de su casa al trabajo y viceversa, sin altibajos. Eso sí, con dos salvedades que la involucran socialmente, amén de su protocolaria dispensa de medicamentos: los descafeinados con leche, uno a media mañana y otro a media tarde, sobre la barra del bar Prieto.
De todos los cercanos a Baldomero en el barrio es sabido que Maruja le hace tilín. El camarero y dueño del bar Prieto lo niega una y otra vez, pero a nadie puede refutar la cara de panoli que se le pone cuando la atiende, ni las miraditas a hurtadillas recreándose en su perfil hierático.
Ella presiente algo, pero recelosa en su cascarón, clava su mirada en su descafeinado como si el vórtice del líquido al removerlo fuese un maravilloso pasadizo por dónde huir si fuese necesario. Fuera del trato cliente-camarero o, quizás, de algún vago comentario sobre el tiempo o del medicamento adecuado para la gripe, Maruja y Baldomero apenas median palabra. Ella se pone colorada hasta las pestañas eludiendo la mirada acuosa de él, y él estruja su sempiterno trapo pasándoselo de su hombro a sus manos amoratadas y sudorosas.
- Ponme otro "botijo" -da unos golpecitos sobre la barra Celestino Buey-, si no le molesta a vuestra merced. -añade con retintín.
Baldomero anda revoloteando en la esquina del mostrador donde se halla Maruja. Escudriña airado a Celestino y se le acerca.
- Lo que te va a molestar a ti, gandul, es la cuenta por los seis tercios que llevas- dice, apoyando sus manos sobre la barra para acercarse al rostro del otro.
- Y otro para el tuerto -añade el Luis, tras Celestino, tapándose un ojo a guisa de parche.
Cuando termina de servir, le llamo con una seña desde mi hueco en la barra.
- Modérate en el consumo, K -me dice, pasándose el paño de un hombro a otro- que ya llevas tres tercios y la cerveza la acaba pagando el "muá".
Le cuento que no van los tiros por ahí, "hablando en tu misma jerga", le apunto recordándole su pasión por el western y metiéndole en harina, que tengo una cuestión desde hace meses rodándome la cabeza y me gustaría que me la aclarara.
- No estoy para perogrulladas, K o Jesús o cómo coño te guste. La retranca guasona que tú tienes me la conozco al dedillo.
Sin duda, está cabreado porque le distraemos su devoción por Maruja.
- ¿Cómo se las apañan los pistoleros de tu querido don Marcial Lafuente para intimar con la chica?
Sus ojos húmedos parecen demediarme y dejar mis piltrafas a la sazón de los buitres.
- Vete a tomar......vientos y te mando cerca -acaba diciéndome y me da la espalda tras la barra.
Arrastrando sus piernas hinchadas se me acerca doña Pura con las ristras de décimos de lotería engalanando su pechera.
- ¿Un decimito, Al Capone? -me pregunta zalamera.
- Sabes que no tengo guita, Pura, pero si te puedo invitar a un café.
La anciana me sonríe asintiendo desde su mirada sabia de sacrosanta picardía mundana.
Una vez servido el café, ido Baldomero de nuestro lado, ayudo a doña Pura a acomodarse sobre el taburete.
- A mi Antonio, que en paz descanse, le tuve que tentar el pompis para que se decidiera - me dice la anciana, lanzando un reojo al lugar de Maruja- Los hombres que van de buenas con una, te lo digo yo, tien menos sustancia que la sopa de un asilo para el requiebro noble. Te lo digo yo, Purificación Arroyo.
Ya me iba a ir del bar cuando Baldomero me ha llamado insistentemente.
- ¿Me haces un favor? -me interroga, inquieto.
Le digo que sí.
Me abre un tercio de cerveza que tenía preparado bajo el mostrador y me lo pone delante.
- Verás, -comienza, observando el largo de la barra- es que me ha dicho Maruja que si la puedo acompañar a casa esta tarde, o sea ahora, a las ocho y media, o sea cuando cierra. A la muchacha la da miedo ir por esas callejas sola, ahora en invierno que ya es noche cerrada, y bueno que este barrio es tranquilo pero, bueno, hasta que deja de serlo. ¿Comprendes, K? ¿Me puedes cubrir la barra hasta que vuelva?
Le contesto que ya está tardando, que le queda un cuarto de hora, que se arregle un poco esa cara de muerto y que se cambie esa camisa amarillenta que debe ser del año de la tana.
Mientras trata de acicalarse en su vivienda del piso superior, busco a doña Pura entre la parroquia, pero ya no está.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid
-
Publicado en el periódico Pontevedra Viva