Juan B. era un buen hombre. No había casi nadie que conociéndolo, lo hubiera negado.
Pero veamos cuan bueno era. Desde muy joven, estudioso y emprendedor, se recibió de Ingeniero mecánico, especializándose en motores marinos. Apenas recibido ingresó en una empresa privada muy importante, desempeñándose con eficacia y responsabilidad, granjeándose el afecto y la confianza de sus superiores.
Llegó a ser jefe de la misma, y tenía bajo su autoridad a un numeroso personal calificado en una labor de alta complejidad.
Casado, padre de tres hijos, se podría decir que Juan era un hombre de familia ejemplar.
Pero no es así. Juan por su intensa actividad, era requerido en todo el mundo. Viajaba mucho, y por ello se ausentaba con frecuencia. Sus hijos crecieron, y se acostumbraron a verlo sólo algunos fines de semanas, y en las fiestas y acontecimientos familiares. Pero ello no le impidió brindarse plenamente como padre, especialmente en épocas de vacaciones escolares, o cuando se lo requerían. Sus hijos lo adoraban. Es fundamental aclarar que la crianza de los mismos, y todas las obligaciones domésticas recayeron en una sola persona: Su amada esposa. Mujer muy capaz y preparada para hacer frente a la vida y sus obligaciones.
Juan entregado a su trabajo, era muy obsesivo y exigía de su personal la perfección absoluta. De genio colérico, no soportaba la mediocridad, y no había un día que en reuniones de trabajo, sus subalternos salieran de las mismas contentos y conformes. Juan siempre encontraba un motivo o un hecho no resuelto de acuerdo a su criterio, y el culpable pasaba las de Caín, ajusticiado, condenado y castigado en presencia de todos, por la dura lengua de Juan. Algunos lo odiaban por ello. Pero a Juan no le importaba.
Tenía una empresa a su cargo, y debía llevarla adelante.
Pasaron los años, Juan envejeció y se jubiló del trabajo. Con su mujer se mudaron a otra ciudad para estar cerca de los hijos y nietos.
Juan tuvo problemas para adaptarse a la nueva realidad. De un hombre muy atareado, de pronto se convirtió en otro a quien le sobraba el tiempo, sin apuros y sin urgencias era una etapa inusitada para él.
Tenía que compartir un día completo de 24 hs. con su mujer. Y eran muchos días!. No obstante el profundo cariño que le profesaba a su esposa, Juan comenzó a quejarse de banalidades: que la comida no estaba a su gusto, que la heladera se descompuso por el mal uso, que las compras y los gastos eran excesivos, etc, etc. Nada le caía bien, y se desquitaba con su querida mujer. La culpaba de todo, desde lo más importante hasta la menor nimiedad. De su boca fluían palabras hirientes, ofensivas y de altas tonalidades.
Al principio su esposa lo escuchaba, y el silencio era su única respuesta. Otras lloraba y se refugiaba en la habitación. Las escenas se repitieron con el tiempo.
La última y desagradable escena ocurrió la noche anterior, cuando su esposa navegando en la computadora le hizo un comentario, y le contestó agriamente y con furia, aparentemente sin motivo.
Su esposa hizo una crisis de llanto y le suplicó que por favor dejara de atacarla, que ella no era su enemiga, y le amenazó con dejarlo solo por el resto de su vida, si no cesaba de ofenderla con las duras palabras que como dardos venenosos o puñales, se clavaban en su sufrido corazón.
Recién en ese momento, Juan reaccionó y se dio cuenta del inmenso daño, quizás irreparable, que le había ocasionado a su Amada.
Se arrodilló ante ella, y tomándole la mano le prometió que nunca más la mortificaría con su lengua, retirándose de inmediato.
Juan bajó al garaje, tomó la tenaza que colgaba de la pared, abrió la boca asiendo la lengua con la pinza, y sin titubear la cerró con fuerza hasta el final.
Cuando lo encontraron yacía desmayado en el piso, un coágulo de sangre se le había formado alrededor de la boca, y a su lado, la lengua desgarrada de Juan ya no podía herir más a nadie.
Boris Bilenca
Publicado en Literarte 87