sábado, 2 de enero de 2016

MENGUANTE


Alzó la naricilla para dar un breve olfateo, antes de decidirse a aventurarse a la superficie. La luz
pálida de la luna llena le dio sobre el rostro y eso la apresuró a salir de su escondite. Esa noche podía ser un grillo, lechuza o, si era temeraria, la alondra que cantaba al amanecer. Era cambiante en forma y esencia, era una de las menguantes. Así había sido siempre.
Cada noche de luna llena, un ciclo tras otro, desde el principio.
Y sonrió porque la luna era su amiga.
Abrió los brazos, deleitándose por la caricia de su luz sobre la piel. Sintió el poder agitándose en su interior. Tan vivo como el aleteo de una polilla o el pálpito del corazón de un pájaro. Llegó hasta el límite del lago. Esa noche fue un renacuajo y gozó nadando bajo el agua, hasta el amanecer, hasta que sintió la llamara de vuelta y ya no pudo quedarse, porque la celosa tierra reclamaba a sus criaturas
inmortales. “La sangre que ata es la sangre que libera”, solía decirle la vieja Zaya. Al despunte del alba, se arrodilló bajo el viejo árbol, hizo un corte en su pulgar con una rama y lo puso sobre el musgo. Entonces entró por el hueco.
Dio el salto al exterior con el primer rayo de luna. Esa noche, como muchas otras noches de plenilunio, tendría la misma forma mortal. La que había sido desde que él la viera por primera vez. Corrió hacia el lago. Cambió y se asomó su cara en el agua.
Era una buena cara, más afilada que la suya, con una nariz respingada y menos orejas.
Los rasgados ojos grises seguían siendo suyos. La piel y el pelo igual de blancos.
Pero era dos veces más alta. Se acercó más y sonrió a ese reflejo, enseñando los dientes. La vieja Zaya le había dicho que la luna guiaba su destino y los hilos de esa misma luna la habían conducido a esa ventana, donde conoció a aquel niño sabio que le contaba historias secretas del mundo, conocía tantas como la vieja Zaya.
Estuvo con él en cada luna llena, en silencio, pues estaba muda de palabras.
Pero entonces él cambió y dejó de ser niño.
“Quédate conmigo”, le dijo esa noche.
Ella tomó un pequeño cuchillo, hizo un corte en su pulgar y en el de él. Los unió. Y así su destino quedó atado al mundo mortal.

Julieta Moreyra García (México)
Publicado en la revista digital Minatura 145

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