sábado, 24 de noviembre de 2012

VIOLENCIA DE GÉNERO


I

Y esta mujer…Esta mujer herida,
se desangra por dentro
mucho más que por fuera. Los zarpazos
sobre la piel del alma, y el cerebro,
sin rasgos aparentes,
se traducen en íntimos lamentos.
La agobiante tristeza de los ojos
es su único reflejo,
que intenta reprimir bajo los párpados,
o en miradas lejanas, o hacia el suelo.
Teme ser descubierta, su ignominia
la condena al encierro.
¿Y cada contusión, cada hematoma,
pregonando el abuso de su cuerpo?
Lo intenta camuflar bajo sus prendas
de mangas largas, pantalón vaquero,
gafas oscuras, tenue maquillaje,
y ocasional mentira. Los espejos
le gritan la verdad cada mañana,
mas no sabe acallarlos, sí temerlos.

No sabe si odia o si ama todavía,
su única realidad, dolor y miedo.

II

Se abre la puerta y el terror se instala
al fondo de sus ojos. Es un fuego
reduciéndose a brasa en sus ausencias,
despertando en angustia a sus regresos.
Su soledad es mal menor, supone
cierta paz en su mínimo universo,
la paz que nos circunda
tras la explosión del trueno.
Pero al llegar la bestia, es la tormenta
que amenaza de nuevo,
sin saber cómo o cuándo caerá el rayo,
pues siempre habrá un pretexto.
La bestia no razona, es fuerza bruta,
tratando de ocultar ciertos complejos
que le hacen inferior, y sólo el puño
resuelve sus problemas. En los medios
de trabajo, taberna, diversiones,
utiliza el disfraz del hombre recto,
sonriente y amable, o ingenioso,
no la piltrafa que es bajo su techo.

Y esta mujer…Esta mujer herida,
no se sabe si más en alma o cuerpo,
se estremece a la vuelta de la llave,
e inmersa en sus quehaceres hogareños,
contará los minutos
hasta la próxima explosión. Ni el beso,
ni la palabra tímida, o la media
sonrisa en desaliento,
lograrán detener la ira maldita
que ha de estallar, porque no tiene freno.

III

Él grita y ella calla.
Los golpes le enseñaron que el silencio
es, aunque tenue, su única defensa.
Ambos niños contienen el aliento
tras la puerta entreabierta del pasillo,
tantas veces testigos de un infierno
que no entienden. ¿Y quién lo entendería?
Ese será tal vez su gran secreto,
como lo es de su madre.
Y en sus noches, quizá, los mismos sueños,
de la bestia feroz que los persigue,
los encadena, los mantiene presos.

IV

La bestia es animal polivalente.
Hace el amor, o tal vez sólo el sexo.
¿Amante o semental? Su rol de macho
no admite dudas, pero sí el grotesco
resultado obtenido
de nueva posesión, ahora en el lecho.
Víctima, una vez más, sobrecogida,
la mujer es violada…por el miedo.

V

A ti, doctor, de aspecto respetable,
diestro en la aplicación del escalpelo,
pregunto: ¿Quién conoce la faceta
de tus puños sangrientos,
al reventar la piel de tu consorte
en accesos de rabia? Te desprecio.

Y tú, gerente de oficina, absorto
en estados de cuentas, en los precios
de ofertas y demandas,
en contratos y acuerdos;
tu imagen impecable en el trabajo
no es la que entra en tu casa, a tu regreso,
sino la del inculto delincuente
que emplea la violencia como medio.

Tú, catedrático, escritor, esteta,
egregio caballero
del arte, la belleza, la elegancia,
proclamando en tu clase o documentos
gracia, donaire, amor, delicadeza,
la inefable cadencia del requiebro,
la magia del eterno femenino,
¿cómo en casa eres furia y atropello?
¿Sólo con el endeble te haces fuerte?
Si lo que haces es justo, ¿a qué el secreto?

Y tú, albañil, burócrata, tratante,
mecánico, taxista, carpintero,
presumiendo de macho en la cantina,
mas sin saber qué hacer con el cerebro.
Si piensas con los puños, como en casa,
quisiera ir a tu encuentro,
y obsequiarte un monólogo de golpes,
con el mensaje idéntico
que inculcas a tu esposa con frecuencia,
repugnante, maldito carnicero.

VI

Tales aberraciones
abarcan el espectro
de niveles de vida altos y bajos,
de nobles y plebeyos,
de proletarios y capitalistas,
de intelectuales y de analfabetos.
Porque la bestia extiende su maraña
sobre todas las clases y abolengos.

VII

La mujer maltratada, recelosa,
se oculta entre visillos por el miedo,
y la debilidad, y la vergüenza.
Desde la torre de la iglesia, al viento,
doblarán las campanas,
preguntarán las gentes quién ha muerto,
y un nombre ha de sonar, uno de tantos,
y nadie lo creerá, sino el grotesco
señor de luto con fingida pena,
y la hipócrita lágrima en el gesto.
¿No ha de haber la justicia de una daga
que le atraviese el pecho?

FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Ángeles-

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