Le cuento... Subía sigilosamente, como un delincuente, ¿sabe?... Yo lo veía siempre, a veces lo presentía, pero no me pudo gambetear ni una sola vez. Pisaba los escalones de madera como un duende. La casa en silencio, una quietud de campo santo pero yo lo escuchaba, lo percibía como el susurro de la marea en la embocadura de un caracol... Y él nunca se dio cuenta que su secreto era compartido...
La primera vez −fue hace muchos años−, Gervasio entró en el desván en puntas de media. Se lo explico así porque, como acabo de decirle, el hombre se deslizaba muy quedo a altas horas de la noche. Abrió la tapa, sacó del bolsillo del pijama un sobre, extrajo la carta y volvió a leerla bajo la luz de la linterna. Un suspiro quebrado brotó desde muy adentro. Con suavidad, depositó su secreto en el fondo, lo tapó con antiguos cachivaches, bajó la tapa e inició el descenso.
La curiosidad pudo más que el honor... Al rato de retirarse, levanté la tapa y también yo empecé a examinar los numerosos objetos guardados...(es un lugar en el que se pueden conservar muchos secretos y confidencias...). Hurgué con cuidado y de pronto me topé con el sobre. Un perfume de violetas me sedujo. Y me avergonzó: yo penetraba en el mundo íntimo de Gervasio. Me pareció una felonía pero la curiosidad, querido amigo, la curiosidad... me convirtió en una cosa indigna. Tomé la carta, la desplegué y comencé a leerla. Era una misiva melancólica, escrita con aflicción y ternura. La mujer que rubricó esas líneas le explicaba a Gervasio que debían poner fin a la relación, cesar esos encuentros furtivos, las citas, fugaces.
Recuerdo una frase que me produjo emoción y pesar al mismo tiempo. Decía así: “...mi corazón ya no tolera este amor furtivo, como si fuese una relación indigna. Los minutos de tibieza y ternura que vivimos, cada vez más espaciados, me lastiman y percibo que nuestro amor languidece, agoniza, y nosotros nos alejamos uno del otro, casi sin darnos cuenta. No nos engañemos, querido mío... vos no te vas a separar de tu mujer. No te lo reprocho, pero ya no puedo vivir con fragmentos de un amor oculto, es como un espejo roto que me hiere tan profundo
. Te digo adiós. No me busqués, no me llames: quitame de tu vida y recordame como una buena amiga, como una mujer que te quiere mucho, que por amor y no por resentimiento prefiere renunciar a esos efímeros instantes de dicha, y luego el infierno de la espera... hasta la próxima vez... Una “próxima vez” que es como la eternidad... Adiós, mi amor, mi buen amigo. Tuya, siempre, Catalina”...
En muchas ocasiones y durante largos años, subrepticiamente, Gervasio se introducía en el desván y releía la carta de Catalina. Nunca advirtió que yo lo espiaba, jamás se dio cuenta que compartíamos un secreto... ¡el suyo! Hasta que hace unas semanas el viejo Gervasio, el “abuelo”, sufrió un desvanecimiento y se murió.
Estaba seguro de que al igual que mi viejo amigo, también la carta dormiría su sueño eterno...
Una tarde cualquiera la nieta de Gervasio, Guillermina, trotando sobre los endebles peldaños que llevan al desván entró como una tromba, levantó la tapa y comenzó a curiosear. Halló la carta y comenzó a leerla. No reparó en mí pero yo entreví algunas lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Terminó la lectura, suspiró, se pasó las palmas sobre los ojos y murmuró con dulce voz...”Abuelo travieso... abuelito...”, luego bajó la tapa. Y aquí termino mi relato, señor... entiendo que usted es el nuevo dueño de esta vivienda... ¡bienvenido!
-Perdóneme la pregunta, ¿pero usted quién es? −me interrogó intrigado el hombre... Todo está tan oscuro y solo oigo su voz.
-Soy el arca... −le aclaré indiferente.
ANDRÉS ALDAO -Israel-
Publicado en la revista deliteraturayalgomas
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