jueves, 6 de septiembre de 2012

NUESTROS JUECES


(Fragmento del artículo de 1922 Nuestros Jueces)

     Estos, nuestros jueces, son la gente más infeliz del mundo. Con un poder casi sin límites sobre cuanto gusano humano que les cae bajo su jurisdicción, se pasan la vida dictando olímpicamente, órdenes y sentencias que los demás míseros mortales no tenemos otro remedio que acatar al pie de la letra, aunque en ellas vaya envuelta la pérdida de cuanto más amamos en el mundo, y nunca, nunca les sale nadie al paso ni siquiera para hacerles la más leve observación.
     ¿A qué se debe esto? ¿Es que hemos descubierto que nuestros jueces poseen el don precioso de la infalibilidad? No, no hemos descubierto tal cosa, ni mucho menos. Ellos, nuestros jueces, no son de madera distinta del resto de la especie abogado-notario y ya se sabe que si de humanos es el errar, de la conocida y abundante especie abogado-notario es el ergotizar, que es la forma más abominable de hacer maromas sobre el sentido común. ¿Conoce alguien materia más dúctil, más encogible y estirable, más adaptable a la clase, condición y circunstancias económicas del presente cliente, que la opinión de la roedora y enredadora especie abogado-notario?
     Pues, ¿por qué el Juan o Pedro, individuo ramplón de esta especie, que fue nombrado juez (a menudo sin mirársele el colmillo y simplemente porque lo apadrinó éste o aquél) ha de gozar en sus resoluciones, órdenes, providencias y fallos de una inmunidad contra toda crítica que no se le reconoce a ningún otro funcionario por alto que esté?
     Y así vemos cómo los mayores, los más garrafales disparates emanados de la silla de un juez, disparates que a lo mejor significan la ruina o el deshonor de toda una familia, pasan indemnes por entre el sudor y el dolor y el fragor de la contienda humana, y, petrificados como dogmas, realizan su obra sin que en torno de ellos se escuche nunca ni un tenue quejido.
     Y es claro, sin sanción moral, sin el freno que siempre significa para nuestros actos la censura pública, ¿cómo esperar de ningún funcionario aquel afán de acierto, aquel cuidado y esmero en la expurgación de los propios errores que en más que en ningún otro ramo de la Administración debiera exigirse de los miembros de la judicatura, puesto que la sociedad ha puesto en sus manos tan tremendos poderes de vida y muerte?
     En este país de menguados y torpes convencionalismos, ninguno tan odioso y tan cruel como el convencionalismo judicial, y alguien tiene que cojerle de su cuenta, aunque ese alguien sea un paladín tan esmirriado y poquita cosa como yo.

Publicado en el blog nemesiorcanales.blogspot.com

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