Todo el trayecto del bus
hacia casa ha estado pensando en la vergüenza que le dará levantarse y
tener que soportar las miradas curiosas de los desconocidos. Ha pulsado
el timbre y ha permanecido sentado hasta que el autobús ha parado y acto
seguido ha abierto sus puertas. Lleva años consumiendo este medio de
transporte y la verdad es que aunque cumplen rigurosamente los horarios,
le fastidia el hecho de que la gente intente mantener una conversación
con desconocidos.
No en todos los lugares de nuestro país es así, pero hay ciudades donde la gente es más abierta, o pesada que en otras.
Ha
sobrevivido a este horror de correr por el pasillo hasta la puerta y ya
nota el aire duro del invierno en sus mejillas. Abre el paraguas porque
empieza a llover y se pregunta por qué siempre comienza a diluviar
cuando hemos de iniciar o acabar una tarea rutinaria. Aligera el paso y
emprende el descenso de su calle hasta el edificio en el que vive. Con
el paraguas intenta que los vecinos con los que se cruza no puedan
verle. No sabe que aspecto tiene y detesta percibir desagrado o sorpresa
ante su rostro cansado, ojeroso y feo.
Introduce la llave en la
cerradura y con un magistral movimiento de muñeca consigue abrirla.
Cuando escucha el sonido del cierre de la puerta, respira hondo, deja su
mochila sobre la mesa del recibidor y comienza a ser la persona que
siempre ha sido. Se siente a salvo y guarda en un cajón la careta que
habrá de colocarse el lunes de regreso a la oficina.
Hasta el domingo
por la noche se muestra impávido y alegre. Al acostarse activa la
alarma del despertador y esconde su careta debajo de la almohada.
Acaba
de desayunar, se viste, coge la mochila y se dirige hacia la parada del
bus. Cada vez más fuerte, la goma de la careta aprieta su sien. Finge
no sentirlo, pero sus ojos lo delatan. Corre por el pasillo hasta ocupar
el último asiento del autobús. Hoy no tiene fuerzas para bajar en su
parada, así que sigue hasta el final del viaje. Llegará tarde al trabajo
y aunque sabe que no está bien, prefiere que sea así a sentirse
observado.
Entra en la oficina y se dirige a su despacho. Ya han
colgado su nombre en la puerta. Ser el subdirector de la empresa le hace
tratar con todos los trabajadores, pero si olvida que ha de estar allí
casi todo el día, la jornada pasará corriendo. Saca del último cajón de
su pupitre un catálogo de coches. Está pensando en comprar uno y así
huir del mundo de los transportes, al fin y al cabo es ya uno de los
jefazos. En la hora del café apenas habla con nadie y se esfuerza por
mirar a alguien con quien entablar conversación. La gente que está a su
alrededor casi no perciben su presencia. La verdad es que nunca había
sabido como relacionarse y los compañeros o subordinados ahora lo tenían
por un amargado sin amigos.
Vuelve a su pupitre como un galeote y cuenta los minutos para acabar la fatigosa jornada de trabajo.
Ya es la hora de ir hacia la parada del autobús. Mañana será otro día.
Publicado por MARÍA JOSÉ BERBEIRA RUBIO (Castelldefels) en su blog dondehabiteelolvido-airama
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Hace 22 horas
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