sábado, 29 de septiembre de 2012

DESDE LA OTRA ORILLA


Por Juan Cervera Sanchís -México-

   No, no podía creerlo. Supuse que debía estar soñando: “Aaahhh”, murmuré con decepción. Sí: aquello era la peor de las  burlas. No podía imaginarlo y lo estaba viendo desde mis lúcidos párpados. Porque todo era luminoso. La luz había adquirido un fulgor desacostumbrado. No era la luz ordinaria de siempre. Los colores me resultan novísimos.
Estaba, de hecho, sucediendo algo hermoso. Sí: era  todo muy hermoso. Mi cuerpo no me  molestaba. La pesadez de mis piernas había desaparecido. Mi dolor de riñones. Mi dolor de cabeza. Todo lo que antes me era molesto había desaparecido.
Lo que  no había desaparecido era aquel ramillete de amigos, que yo quería  hacer desaparecer de  mi vista y no podía. Ellos estaban allí. Decían mi nombre. Lo repetían una y otra vez y, oh misterios de la vida, estaban llorando, llora que llora por mí. Aaahhh piara  de hipócritas. Pensé escupirles. Deseé gritarles: ¡¡¡Váyanse de aquí!!! Les grité y ellos siguieron allí. Mirándose unos a otros, escondiéndose a la  vez unos de otros... y diciendo mi nombre y lamentándose... de no sé qué se lamentaban, porque
yo, de no ser por  su presencia, me sentiría mejor que  nunca.
Nada estaba  claro. No entendía muy bien lo que estaba pasando. Vi que flotaba por el salón y que podía traspasar las paredes, los techos...me alejé del salón donde se conglomeraban ellos.
Vi la noche. El cielo. Las estrellas. Y la noche era diferente.
El brillo de las estrellas me impresionó. Jamás había visto nada  semejante. Algo me empujó  hacia dentro. Retorné al salón donde estaban ellos  hablando de mí... Llegó entonces Elena toda vestida de negro. Ellos se levantaron como movidos por un resorte, cual si fuesen juguetes. Elena gritó mi nombre
y lloró a  torrentes, como toda una y bien entrenada plañidera.
Ellos , unos tras otros se le acercaron y la fueron besando entre palabras de consuelo. A mí, al ver todo ello, me entró una risa loca y empecé a lanzar carcajadas, pero ni ella ni ellos parecían oírme. Me di cuenta que algo estaba pasando que yo no alcanzaba a entender, pero  que nos distanciaba entre sí. Era algo como si estando en el mismo lugar estuviéramos a la vez en lugares distintos. Me sentía feliz y  molesto al mismo tiempo. Ellos  en realidad  me estaban sobrando. Insistían , sin embargo, en seguir allí. Terminaron  de besar a Elena. Yo pensé que se estaban dando un banquete con ella. Pero decían  mi nombre.
Pensaban en mí. Les podía leer el pensamiento a cada uno de ellos. Increíble. Sí, era increíble. Y me dio más y más risa. No  podía creerlo. Todo aquello era insólito para mí.
 Llegué a la conclusión de que estaba soñando, porque, además de leer sus pensamientos, les leía el subconsciente y me daba cuenta de las enormes contradicciones que estaban viviendo y, cómo ellos,  no sospechaban lo que les impulsaba a llorar y a decir mi nombre. Sí, pensé que era un sueño muy raro, pero también muy interesante. Decidí no tomarlos en cuenta y dejar que  mi sueño, como una película, rodara hasta su fin. Leí la mente de J. M. Y comprobé que  mientras lloraba por  mí, deseaba a Elena y acariciaba imaginariamente su cuerpo.
La diversión continuó al seguir llegando nuevos amigos. Al  rato no cabían ya en el salón y se salían a  fumar a los pasillos.
 Yo,  como si fuese aéreo, no dejaba de flotar de un lado para otro. Aquel flotar me parecía encantador. Fue entonces que llegó mi ex mujer. Sus gritos  me trastornaron. Ellos volvieron a levantarse como muñequitos mecánicos. La oí decir: “Quiero verlo, quiero verlo por última vez”. Fue cuando  me di cuenta que  mi cuerpo, entre amarillo y verdoso, como un mango a medio madurar, yacía a todo lo largo en un ataúd. No parecía yo, pero era yo como si tras una gran cruda me  hubieran retratado. Estaba bastante feo. No es que yo sea  bonito, pero allí se me  veía  horrible. Mi ex mujer, sin más y, con esa capacidad  de fingimiento que siempre la ha caracterizado, abrió  por completo el féretro y me estampo un beso en la mejilla, para de inmediato exclamar: “¡Era un bendito!” y añadir: “Que bueno era, que  bueno era. Siempre se mueren los  mejores.”
 Al oír su retahíla sentí que me volvía loco de risa. Eso de que siempre se  mueren los mejores me pareció  fantástico, pues que yo sepa nadie se queda aquí para siempre, ni la peor de las  mujeres ni el más malo de los  hombres.
 Volví a leer  sus mentes y fue como entrar en la paupérrima enciclopedia de la  humanidad. Hombres y mujeres, ayer como hoy, se  niegan a aceptar el fenómeno natural de la muerte, tan cotidiano, y ante un muerto lloran, en verdad, no propiamente por  el muerto en sí, sino por el muerto que todos llevamos
consigo. Pude verlos a todos tendidos desde ya en su ataúd.
Viví ese tercer acto de la  muerte en cada uno de ellos desde mi propia muerte. Me impresionó mucho  la  agonía de C. T., pero a su vez  todo aquello me resultaba muy divertido. Jamás había soñado nada igual.
 La madrugada avanzaba.  Vi como  B. A. con disimulo iba una y otra  vez al baño y allí sacaba su pomo y se daba su traguito de alcohol.
 Mi ex mujer, sensualona como siempre, mientras lloraba por  mí con el consciente, con el subconsciente  deseaba a R. Z.
 Leer los pensamientos ajenos es algo que puede terminar en pesadilla. De pronto ya no quise leer  nada y deseé despertar. No podía y me desesperaba y seguía  allí flotando de  un lugar  para otro. Decidí dejar el lugar y floté entonces sobre el edificio. El aire era frío. Empezaba a clarear el día.
Vi el semáforo de la esquina y me parecieron de fábula los colores: rojo, verde y amarillo. Nunca antes los había visto así,  ya  nada era igual. Todo era  nuevo y distinto para mí.
Pensé que posiblemente era  cierto cuanto estaba viendo y que yo ya estaba realmente muerto y que de verdad mi  ex esposa, Elena y mis amigos estaban en mi velorio y a la espera de mi entierro.
¿Era  yo el protagonista estrella como  corresponde a todo muertito? Me entraban  mis dudas. Pero... Si era cierto. Si yo era el muerto  allí nada de lo que  había imaginado que era
la  muerte correspondía a lo que podía ver y estaba sintiendo. Aquello de que la muerte es un silencio infinito en la infinita oscuridad de la  nada no tenía nada que ver con lo que yo estaba experimentando. Comencé a hacerme preguntas.
¿Acaso  la  muerte era esto de estar  consciente y flotando en el espacio? Pero, ¿por cuánto tiempo? Un viejo amigo me había hablado  de que  nosotros somos depósitos de energía y que al morir, esa energía  se libera y ocurren dos cosas: o se eleva a un plano superior o retorna a  nuestro mundo en una vida  nueva, aunque  no se  recuerde la anterior. Yo nunca creí en la  teoría de mi amigo, quien me aseguraba que así era.
Me preocupó mi futuro. ¿Qué iba a ocurrir conmigo en  unas horas? Recorrí nuevamente el salón. Mi ex esposa, Elena y el resto de mis amigos ya se veían bastante  demacrados. Algunos dormitaban y otros  fumaban y fumaban mientras consumían café. Dos de ellos hablaban de mí con evidente tristeza, pero me acordé de que cuando vivía y, la  verdad, es que  nunca les preocupé gran cosa. Ahora muerto... sí les preocupaba y  supe por qué, pues la  muerte ajena es de alguna manera el espejo donde vemos  nuestra propia muerte.
 Floté sobre lo que suponía que era mi cadáver, cada vez más verde-amarillo, a lo mango por  madurar. Sentía que aún no podía alejarme del todo de mi cuerpo muerto.. Algo me ataba a él todavía y yo en sí era como un reflejo de él.
 Los ruidos de la  mañana me parecieron algo cautivador: los motores de los autos, los cláxons, las  voces de la gente...
 Mi ex esposa, Elena  y todos mis amigos se sacudieron el sueño y los vi  salir del salón. La  hora del entierro había llegado. Les oí  decir que me iban a cremar. Por primera vez a lo largo de mi sueño sentí  el terror ante  el preámbulo del fuego. Advertí que  no podía hacer  nada. Decidí esperar. Me tranquilicé. Y pensé que de un momento a otro despertaría. Tenía que despertar, pues  todo  aquello  no podía ser más que un sueño.
 Olía a  café, a tortas...Nada se me antojó. Yo estaba como más allá del hambre. Fue  cuando llegó M. a la cafetería y les dijo: -Nos  vamos.
 Los uniformados levantaron el ataúd y  lo metieron en el coche fúnebre. Yo seguía  flotando sobre el cortejo, a la vez que estaba dentro de la mente de cada uno de ellos.
 Compartí la emoción que les embargaba, es decir, el miedo a la muerte. Pensé en la cremación. El traslado fue maravilloso.
Nunca, nunca había  visto la  ciudad tan bella, era un gran poema sin palabras, hecho de sonidos, colores y murmullos, y todo nuevo, nuevo...
 Llegamos al crematorio. El terror se apoderó de mí, ¿qué iba a pasar? Sacaron mi cuerpo del ataúd, se hicieron rápidamente los preparativos y me  vi envuelto en llamas, pero nada era doloroso;  mi cuerpo iba desapareciendo para siempre, para siempre... y, ¡¡¡de pronto!!! yo, sentí, sentí, sentí que me liberaba de mi mismo, de todo que había sido.
 El sol  me atraía y toda la luz del  Universo parecía pertenecerme.
Descubrí que yo en esencia  era luz.
 Mis amigos desaparecieron de  mi vista y los  vi por última vez, no sin cierta conmiseración, como pequeñas prisiones de luz, inconscientes de su destino.


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