miércoles, 26 de septiembre de 2012

CUATROCIENTAS


          Ocurrirá hoy. Ojalá resulte memorable. Digna esta Mariela para ser “la cuatrocientas”. Tal vez se lo diga. Tal vez no pueda contenerme, y ya que se fue estableciendo circulación confesiva... Sí, si funciona como espero, después de serlo, sabrá que ha sido “mi cuatrocientas”. Bonita cifra para un gentilhombre anónimo que todavía tiene su arrastre manteniéndose en forma, sin fumar ni comer ni beber en exceso, haciendo gimnasia, en fin, cuidando, sin matarme, la salud y el aspecto. Tengo a quien salir: mi padre: ducho, un estilista. “El traje de confección de la monogamia”, sentenciaba mi madrastra, “nunca le sentó”. A ella tampoco: “mi número uno”. Yo estaba abombado, sin ganas de levantarme para ir al colegio. Me reanimó con su terapéutica, envalentonándome, mi emprendedora y experta madrecita, docente, brisa despejadora, contando yo doce años, cincuenta y seis meses antes de que mi viejo la rajara. Después desfilaron hasta concreciones copulativas las siguientes trescientas noventa y ocho. En realidad, descartando a las que no me concedieron chance reivindicatoria tras haberme sobrevenido I. D. O. P. (indeseabilísimas dificultades operativas persistentes), en primeras encamadas. Ésas (minas jodidas) se me quedaron (no podría ser de otro modo) atravesadas. Fueron siete. No figuran en mi lista. Lista que fui conformando desde pichón, con seriedad: nombres, apellido, seudónimo, edad o edad aproximada, lugar de nacimiento, estado civil, señas particulares, actividad laboral y/o estudiantil, cantidad de hijos y otros datos familiares interesantes, instancias de la erótica, observaciones. No sumo tampoco a las veintitrés yirantas. Sólo a las que lo hicieron conmigo por amor o antojo. Con añosas fue siempre mi debilidad, mi propensión, lo más excitante. Con la única que logré eyacular siete veces en un mismo viaje carnal había una distancia de cuatro décadas. Yo andaba en mi apogeo gonadal. Fue cuando decidí no entrar a la universidad por más que me tiraba arquitectura. Algunas obtendrían resonancia pública: Julia Zabriurdián Nilsse como ensayista, periodista y empresaria: la traté cuando ella concluía el colegio secundario; Ivonne Iris Barnichitsi como especialista en esterilidad; Zoé como modelo y actriz. A otras las conocí ya notorias. “La cien” no fue comunicada de su ubicación en mi lista, pero a “la doscientas” se lo dije, la platinada señora de Szterenbirgt. La divirtió el honor. Me regaló un reloj carísimo y me rogó que la retribuyera con un recuerdo. Le obsequié un corpiño rosa, bordado, muy fino, que habían dejado  debajo de mi almohada. Le quedó perfecto, no tuvo escrúpulos, y le produjo un recóndito regocijo: así es de fascinante el alma femenina. En cambio, “la trescientas” lo tomó pésimo, y además, no me creyó. La pobre chica carecía de humor. Acaso no valga la pena correr ese albur con ésta de hoy. A ésta de hoy me agradaría volver a verla, así, cada tanto, añadirla a quienes en la actualidad ya tengo en danza, llamarla para cuando me deprimo, para cuando se me arma un bache, para cuando agonizo en la estacada. Si sigo dándome máquina, soné. Mejor voy vistiéndome y  rumbeo para la casa de Mariela, que a las nueve se largan los papis a Chubut y queda como única ama de la vivienda y de mi palpitar, esa cosita que estoy más impaciente que la puta que me parió, como si me estuviera por estrenar; como si no hubiera llegado a fifar con cinco pares de hermanas; como si nunca hubiese concertado citas (o arrebatado números telefónicos) con diez u once mujeres un sábado desde el crepúsculo hasta las dos de la mañana, siendo yo un pintón y rápido veinteañero; como si nunca me hubiese acostado por primera vez hasta con cuatro en una misma semana; como si jamás lo hubiera hecho, como por turnos, con tres en un lapso de veinticuatro horas; como si me fuera a casar con Mariela o con cualquier otra; como si estuvieran por donarme la Cordillera de los Andes en reconocimiento a mi vigencia en el arte amatorio; como si hoy me certificaran, y con la firma de Dios autenticada por peritos calígrafos, que no volveré a sufrir, ni a sobresaltarme, ni a padecer ataques de desasosiego o asma; como si, precisa e ineludiblemente hoy, después de las nueve de esta mañana de invierno y en domingo lluvioso, fueran a ungirme con algún otro sentido para mi vida de soltero alienado.

Del libro Historietas del Amor de Rolando Revagliatti -Argentina-

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