Otra mañana igual, el pegajoso veranito tucumano, la misma hora donde el silbato de Mario, el de los bollos y las facturas, anuncia las nueve y sin desear comer nada, la mirada se posa curiosa en la ventana para ver pasar el gran canasto tapado con el mantel a cuadros y la enorme y desvencijada bicicleta que cruje por la calle de tierra esquivando baches. ¿Habrá cumplido los sesenta este hombre y no se cansa de pedalear? Apuro la tarea, antes de que se despierten los chicos. Marcos, de dos años, con un poco de tos por haber estado metido en la pileta que le armó su papá en el patio y Exequiel, que en sus tres añitos no durmió ni una sola noche completa. La cocina sucia, la pila de platos y ollas para lavar. La escoba al lado de la pala deslucida, la bolsa de pañales sucios. Acomodo el estante de las cremas en el baño y me llama la atención en el espejo mi pelo caprichoso que lavé a las apuradas antes de acostarme, con los rulos marcados y brillantes, y me pareció que el sol lo había puesto más rubio. Miré atenta la piel tersa de la cara y una chispa nueva amaneció en los ojos. Levanté los brazos y los bajé, se veían fuertes y bien formados, recordé mis clases de danza de tantos años, ocho hasta casarme, que dejé como el trabajo de secretaria del dentista porque mi marido prefería que lo espere en casa, y retrocedí sin poder dejar de mirar que debajo del vestido suelto, de entrecasa, la figura todavía se veía bien. Me moví coqueta a la derecha y a la izquierda y me gusté.
Me invadió una extraña sensación de placer, de pronto era como el hada madrina del cuento que les leí a los chicos la noche anterior. El hada que ponía sonrisas de estrellas con una varita mágica plateada en las personas tristes.
Pensando en los destellos, escuché el llamado de los pequeños ya despiertos y preparé las mamaderas, corrí a besarlos, respondieron sonrientes y aproveché que estaban tomando la leche para limpiar el cuarto. Estaba dispuesta a sacar el trapo del balde y escurrirlo cuando al agacharme sentí algo extraño en la columna, fui hasta el espejo y mire extasiada como crecían rápidamente dos grandes alas en mi espalda. Hermosas, con plumas blancas. Las alas eran suaves y grandes, me paré bien derecha y se movieron lentamente sin causar dolor ni molestia, eran parte de mí. Me sentí elevar unos centímetros del piso y pasé sin apoyar los pies del baño a la cocina, del patio al lavadero. La nueva sensación de planear por la casa era extraña.
Observé la forma de las alas. El borde anterior era más grueso que el posterior, la superficie superior ligeramente convexa y la inferior, cóncava. Eran perfectas y en pleno estado de éxtasis seguí volando sin dejar de mirarlas con sorpresa y admiración. Busqué a los chicos y los tomé entre los brazos. Ellos
pensaron que era un juego nuevo y con gritos de alegría aceptaron la aventura.
Salimos hacia el patio, nos elevamos despacito por el costado de la tapia y de pronto las enormes alas remontaron. En medio de nuestra algarabía miramos desde arriba la casa, que cada vez parecía más chiquita, y los autos se veían deformados hasta transformarse en puntos negros. Probando posturas
comprobé que sólo girando la cabeza cambiábamos de rumbo y que subiendo podíamos girar sin detenernos. La sensación de pájaro en completa libertad nos invadió rápidamente y buscamos llegar al cerro. El día estaba espléndido y el aire cada vez se ponía más fresco y placentero. Pasamos por la mole enorme de piedra y la frondosa vegetación que tiene esa particularidad de envolver el silencio. Seguimos las curvas del camino, volando bajo, mirando curiosos los colores brillantes y la sensación de paz iluminó el aire mientras las alas hacían sabias su trabajo, se movían a buen ritmo. Y se mantenían
elegantes a lo largo de mi espalda. Exequiel, agarrado firmemente de mi hombro, cantaba el elefante trompita y su hermanito reía sin soltarse de mí. Los dos miraban todo sin hacer preguntas, parecíamos transformados en aquellos antiguos animales acostumbrados a volar. No me explico en qué momento
tomé conciencia, miré el sol arriba de nuestras cabezas, y dije alarmada "¡Dios, las doce ya". Recordé de repente que mi marido me había dejado la plata para pagar la luz antes de la fecha de corte, que era el 29. Todavía tenía que hervir las papas para los ñoquis, no había limpiado nada y me recorrió un escalofrío.
Fue en ese mismo instante en que cedieron las alas quebrándose con un ruido seco y sentí el vacío junto a la espantosa sensación de caer, quise sostener a los chicos pero ellos subían en vez de bajar, entonces cerré los ojos.
Desperté en el hospital esa noche. Tenía las dos piernas enyesadas. Pregunté desesperada, llorando, por mis hijos y de repente los vi parados cerca de la cama. Estaban bien, con caritas de asustados nada más. Sólo yo había caído.
Traté de explicarle a mi marido qué hacíamos esa mañana volando entre los árboles, cuando sentí un fuerte tirón en la espalda. Me pasé la mano y despegué una etiqueta pegada en la piel donde pude leer en letras rojas: Alas Temporarias Pájaros Tucumanos. Precaución: estas alas se quiebran fácilmente ante pensamientos rutinarios.
Mónica Mera. Argentina
Publicado en la revista Oriflama 20
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