viernes, 14 de septiembre de 2012

LÉON, NI UN PELO DE TONTO (ÁCIDOS, RELATOS DE LA VIDA. ED.BUBOK, 2011)


Léon, Léon, Léon, pobre Léon. Se creía una víctima de su destino cruel. Su padre era calvo, su madre
presbiteriana y, encima, a él le habían puesto de nombre Léon. ¡Con aquella pinta!. No quería ni verse, no se reconocía, se horrorizaba ante su viva imagen reflejada. Le atormentaba su físico. A pesar de que le aseguraron que fue un bebé corriente, con pinta de bebé corriente: peso normal, estatura normal aspecto… a bebé correntus. Ergo, uno de tantos. Él se sentía fruto de una broma génetica bochornosa, de una broma de alguien “de ahí arriba”. Era bochornoso y no lo podía soportar. Vivía acomplejado por ello. No era como los otros, sentía que, a pesar de lo que le hubieran jurado y perjurado sus familiares, él nunca había sido un bebé normal, ni un niño normal, ni ahora era un adolescente normal. Él era para su desdicha “Léon” el calvo con un solo pelo de acero. Estaba seguro de que todos lo veían así, de que lo habían notado. Era un león falso, ridículo, con alopecia congénita, con una melena clareada. Seguro que ellos, sus amigos, hace tiempo que disimulaban, que eran hipócritas, condescendientes con él, pobre Léon, ya que se aseguraban de no mirarle nunca fijamente ahí, al “lugar”, su horror, su desgracia.
Ese maldito único pelo. Su cabeza parecía una bola de billar rasa con un único, perseverante, arrogante
pelo que habitaba a sus anchas en tan yermo territorio. El ADN y su nombre parecían mofarse de él,
confabularse para hundirlo más es la miseria. Lo cortaba y seguía ahí, lo arrancaba y seguía ahí, lo peinaba hacía otro lado pero seguía ahí, no podía esconderlo. Siempre estaba allí en medio, en su sitio, desafiante, dispuesto a avergonzarle, a recordarle quien era: Léon, el león con una melena de Un pelo. Era desquiciante: lo notaba al caminar, al comer, al dormir, incluso cuando estaba en el lavabo, siempre dominándole desde las alturas, observándole, reinando en su “lugar”, mofándose de él. No podía más. Ese horrible pelo estaba ahí plantado en su inmensa calva lisa y él no podía evitarlo. Lo odiaba y juró vengarse de ese único pelo, de ese ilegal, de esa parte de él que se amotinaba, que le avergonzaba y destrozaba su vida e imagen.
Lo notaba como una malformación, un engendro, algo abominable. Ese único molesto, eterno, orgullosos y presuntuoso, estúpido, engreído pelo tirano que mora en su cabeza que lo deforma como si fuera un tumor y que le hacía sentirse igual de mal. “Soy un monstruo” ‐ se decía Léon‐, “tengo algo que los demás no tienen y eso me convierte en un monstruo. Me repudian por ello, estoy seguro”.
“¿Acabarán conmigo o me presionarán para que lo haga yo mismo?, ya que no querrán ni tocarme y menos mirarme”.
Sabía que la gente, los otros son malos con lo diferente, lo especial, con lo único, “lo raro”. Él era un
engendro despreciable, al menos así se veía. Aprendió a vivir con ello, a lidiar con Él. Bueno, de hecho, no vivía, le dominaba por completo, su visión le poseía, le horrorizaba su presencia, le perturbaba la vida. No salía con chicas, ni iba a fiestas, hasta evitaba bajar a comprar el pan. Se fue recluyendo, escondiéndose más y más, se ocultó tanto que la gente creía que había desarrollado una especie de agorafobia. La triste realidad era mucho más terrible: tenía un pelo ahí arriba, un pelo inquisidor que era la culpa de todas sus desdichas.
Por más que se esforzaba, Léon no entendía el por qué de tal desgracia sobre su persona. Por más
vueltas que le daba al asunto no encontraba explicación satisfactoria. Culpaba al destino cruel que se había cebado en él, en la lotería del universo que le había escogido a él entre millares de millones de personas para atormentarlo, para torturarlo cruelmente y reírse de él. Pensó que quizás era un castigo por su vida anterior, y pensaba: “Muy malo debí ser para tal cruel premio”. Dejó de culpar a sus padres pues sabía que la genética tenía una gran importancia para el asunto pero no era la causa principal a considerar ya que siguiendo la Ley de Mendel que había estudiado justo antes de dejar el Instituto sabía que siguiendo este principio o sería calvo o con pelo y presbiteriano como su madre pero no era nada de eso, esa una anormalidad, la excepción de la regla, era un amargo azar.
Así que culpaba a fuerzas superiores y esotéricas de su desdicha. Quizá lo que falló fue la mala
combinación entre genética y la antroponimia (el llamado estudio de los nombres propios de personas). Quizá si sus padres le hubieran puesto otro nombre como Sansón o Kojak, la gené􀆟ca y las fuerzas cósmicas se habrían alineado más certeramente y él hubiera sido un bebé normal de verdad (o peludo o calvo).
Hasta aquel momento de su vida había sido feliz en la ignorancia y fantasía de la infancia pero ahora se
encontraba cara a cara con la realidad, consigo mismo. Había crecido y ahora, en plena adolescencia, había desarrollado al máximo su sentido crítico y pesimista. Se formó con una alma blanda y con la voluntad cortada de los que crecen en un barrio humilde, de una familia humilde en un país en horas bajas. No había gris. Todo era negro. Él pasaba, o seguía con su eterna mala racha se notaba hundido como todo su mundo y su país que compartían esa mala época. ¿Todo era malo por que él había nacido o él había salido así debido el bache histórico que atraviesan? No lo sabía, ni le importaba el por qué. Lo que importaba era el cómo, el resultado: de toda aquella negatividad había configurado a su alrededor, un Todo negro, frío, humilde, depresivo y...a Él.
De niño paso a adolescente, preocupado, consciente de su excedente, de su anomalía, se hizo callado, furtivo, esquivo. Se quedó sin amigos por miedo a que le preguntaran, o se le burlaran o mucho peor, que le trataran con pena. “Eso si que no, pobres pero con dignidad!”, era lo que su padre siempre le había inculcado.
“Dignidad”, bonita y rimbombante palabra con significado opaco. La dignidad estaba claro que tenía
que ver con la moral y la moral con la época y esa época no era de las mejores así que dejemos a un lado esas
palabrejas y ciñámonos al tema, se decía. El tema. Su tema, no había otro. Un tema peliagudo que le
desesperaba y deprimía más que la pobreza en la que vivían inmersos desde el inicio de las vacas flacas. Se había acostumbrado a la austeridad pero a aquello no. Le obsesionaba. Era su objetivo: solucionarlo. No habría hecho nada más, pero comer comía porque su madre así se empeñaba sino se hubiera pasado el día maquinando su aniquilación, su venganza. Le había arruinado su vida pero se ocuparía de que no le arruinara la vida a otros. La solidaridad, esa es una buena enseñanza de los más pobres que comparten sus miserias y luchan juntos como muestra Hugo en su novela Les Miserables, libro de cabecera de Léon. Había leído otras obras sobre seres marginales, seres extraños, anormales con dos cabeza, tres piernas, un ojo de cada color.
Seres deformes, mal hechos, incompletos o con demasiado material corpóreo, como él. Se sentía identificado con ellos pero no querría acabar como ellos vencido, desesperado, pero está claro: no son lo mismo 6 dedos que un solo pelo. Era infinitamente peor, más degradante y asqueroso. Un solo pelo eterno, soberano que te domina, una parte de ti que se convierte en algo ajeno, irreconocible, nauseabundo. Convierte a su portador en un ser abominable, en un monstruo. Se intentaba consolar con pensamientos positivos y se decía: “El niño de seis dedos es monstruo de per se. Lo es y punto, pero yo tengo aspecto normal lo tengo todo pero me sobra una ínfimamente parte de mí que me consume, me acusa como monstruo, como no normal que es peor que ser un monstruo y punto. Es lo más cruel de todo porque no puedo ser catalogado en ninguno de los dos bando: ni soy normal ni soy un monstruo soy un ser mal hecho, a medio camino entre la humanidad y la monstruosidad, un ser despreciable y castigado por fuerzas morbosas y así me tratan todos, con indiferencia”.
Léon, nuestro pobre Léon, sufría lo indecible. Fue viviendo como pudo, arrastrándose en su valle de
lágrimas hasta que un día ocurrió lo inimaginable. Una mañana se miró en el espejo para insultar su exceso de ADN y no halló nada. Se quedó atónito, contemplando su gran calva y vio la fosa. ¡No! El horror le invadió, también la vergüenza, el desamparo y la incertidumbre. Su Pelo no estaba ahí, Él no estaba allí, donde siempre lo había visto. No estaba en su pedestal para mandarle y recordarle su sino de monstruo a medio ser, desde donde, tiránicamente, le reclamaba su atención constante. ¿Qué iba a ser ahora de él? Él era Él, sin Él no era nada, su vida no tenía sentido. Tantos esfuerzos maldiciéndole y probando de modificarlo, ignorarlo, exterminarlo y ahora no estaba y su cara parecía extraña, su imagen reflejaba a un Extraño. Su pérdida alteró su estado, no lo pudo soportar. Se horrorizó. Inmunda imagen. Calvo, vacío y desesperado acabó con todo.

Carme Folch (1978). Escritora, traductora literaria.
Publicado en la revista LetrasTRL 49

No hay comentarios:

Publicar un comentario