A la memoria de José Emilio Pacheco
Tú,
Madre generosa,
que hace nacer la vida.
Tú,
la que se evapora en los océanos:
óyeme.
Tú,
regazo del viento,
que eres nube,
y te derramas convertida en lluvia:
escúchame.
Tú,
la que duerme congelada
en las montañas
y corre por la tierra
convertida en río:
atiéndeme.
Tú,
que eres árbol y colmena;
que estás dentro de mis ojos
y fluyes por mis venas,
vuélvete mortaja:
acógelo.
Tú,
la que posa su humedad vibrante
en mis labios entreabiertos;
la que amorosa conjura mi sed:
ampáralo.
Tú,
la que recorre palpitantes pieles
y reconoces como tuyas:
ten piedad de él.
Tú,
la que quitas el pecado:
redímelo.
Tú,
la que en sus brazos lo arropa
y lo sostiene;
destierra los temores de su piel
cicatrizada de caricias:
ruega por él.
Tú,
la que entre relámpagos y tormentas,
provoca espasmos de universo:
apiádate de él.
Tú,
la que desprende sus aromas
fecundando el mundo
y sus callados apetitos:
úngelo.
Desliza tu líquido sopor
por su cuerpo yerto:
envuélvelo,
llénalo,
sácialo.
A oscuras,
crea un maridaje de alientos
y un soplo de incendios
que ilumine sus resquicios:
lávalo,
purifícalo,
absuélvelo.
En la inmensidad del silencio
que es la muerte,
impregna sus entrañas:
ten piedad de él.
Albérgalo,
cobíjalo,
protégelo,
perdónalo.
Julio Alberto Valtierra
Publicado en Ágora 17
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