Amigos, no hay sonido en el espacio y por ende tampoco en pecios despresurizados, pero igual la puerta hizo un lento y ominoso uuuuuuush al abrirse. Cuando alcé mi linterna, el haz se hundió en
una tiniebla más amplia que esa nave.
Tuve que ajustar el visor antes de poder atisbar algo, y quisiera haber sido menos hábil. Vi cosas fragmentadas, aleatorias, sueltas, del tipo que tu mente no quiere componer ni juntar.
Aparatos de vaga racionalidad, máquinas presuntamente místicas, desechos más brillantes en concepto que los más grandes logros. Por todas partes, en estantes, colgando, en el suelo, flotando en trayectorias concertadas. Eran fallos gloriosos, disantrópicos, apocéntricos, metagnósticos, circunfactuales. Y noté entonces, en la esquina opuesta a la puerta, un cadáver sentado ante un buró, de espaldas a mí. Entré, y lo juro, esas cosas me suplicaban libérame, ponme allá afuera, hazme funcionar.
Seguí caminando hasta que pude ver en el buró algo que semejaba un primitivo radiorreceptor doméstico, si obviabas los por completo modernos cables y enchufes I/O. Estiré el brazo por sobre el muerto y robé aquella de sus creaciones que él o ella eligió tener más cerca al final. De vuelta en mi nave me dediqué a jugar con el aparato, y pronto descubrí que podía recibir todas las señales de radio
emitidas por la humanidad en cualquier lugar, cualquier momento de la historia. Después, que podía
hacerme oír a todo lo largo del espacio humano, simultáneamente, con un gasto ínfimo de energía. El
resto es leyenda, chicos y chicas. Creé Radio Doppler, llamada así porque la señal no experimenta ese efecto en ningún punto, es como si brotara del substrato cósmico directamente para ustedes, como si Amy Winehouse te cantara al oído. Y no digo más, excepto lo de siempre: recuerda, somos analógicos, tú y yo. Back to black!
Juan Pablo Noroña (Cuba / EE.UU.)
Publicado en la revista digital Minatura 155
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