Lo hice, querida, porque te amo más que a nada en el mundo. No podía, ni quería perderte. Por eso viajé hasta más allá del último de los atardeceres. Y pacté con él, al que vendí mi alma y le prometí refugio a cambio de su tarea, desagradable pero necesaria.
Así, lo traje hasta aquí, le hice entrar en nuestra casa y ascender las escaleras que llevaban a nuestro dormitorio. Me preguntó una última vez si estaba decidido a condenar mi alma y la tuya. Y le respondí que sí. Todo a cambio de no perderte.
Luego, sin más preámbulos, mordió tu cuello y te hizo morir. Pero eso fue para el resto del mundo, porque él y yo sabíamos que te levantarías al tercer día de tu tumba, y serías una más en la noche. Pero estarías conmigo, viva, ardiente como te conocí en vida.
Ahora espero sentado junto a tu féretro. Ya se abre. Ya asoma tu mano blanca y delicada. Apartas la tapa del ataúd y te incorporas lentamente. Parece que flotes en el aire. Estás tan blanca, María. Tan blanca…
Y sé que necesitas mi sangre. Te ofrezco mi cuello y siento en él tu cálido aliento. Tus labios, tu lengua, curiosa y atrevida. Tus colmillos, recién brotados. Entonces, en un último suspiro, nos convertimos en uno.
Nuestra es la noche, querida. Hasta el fin de los tiempos.
Francisco Segovia -Granada-
Publicado en el periódico irreverentes.
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