sábado, 24 de noviembre de 2012

DÍA DE COMPRAS


La siguiente historia es parte de la vida cotidiana.
Cualquier semejanza con la realidad queda a entero juicio del lector.

Entré al supermercado. Saqué el carro. En el bolsillo tenía la lista que mi esposa había confeccionado detalladamente. Me coloqué los anteojos y me dispuse a leerla. Debía fijarme muy bien la fecha de vencimiento de la leche y del queso para untar. El detergente para el lavarropas era de color azul y tenía un bebé en la etiqueta. El queso cortado de bajas calorías venía en un envase de plástico cerrado. Las aceitunas negras debían ser grandes y sin carozos. El atún en lata, con agua, no con aceite. Las facturas rellenas únicamente de chocolate. Las verduras y las frutas en las cantidades anotadas.
Iba como un autómata de góndola en góndola buscando los productos. En cada stand ofrecían nuevos productos con precio de oferta “compre uno, el segundo es a mitad de precio”. Había también fiambres, quesos y otras exquisiteces para degustar. Un poco de acá, otro poco de allá; era el perfecto aperitivo antes del almuerzo. Había concluido con la lista cuando mi querida y amada esposa me llama al celular. En ese momento me había detenido en el bar del supermercado, estaba comiendo un exquisito sándwich con salchichas dentro de una baguette. Ella se dio cuenta de que tenia la boca llena de comida. Con una voz dulce me dijo:
–No comás porquerías. Estoy preparando el almuerzo. Después la que come las sobras que quedan de la semana soy yo y no vos. ¿Te falta mucho?
–No, ya terminé con la lista, pago, cargo las cosas en el auto y voy para casa
–Está bien, apurate, en diez minutos más la comida estará lista, no quiero comer sola, ni que se enfríe, ¿me oís?
–Sí, querida –le conteste con voz calmada. El sándwich no me estaba cayendo bien. Iba a cortar la comunicación cuando me dijo:
–Ah, me olvidé de anotarte dos cosas más
–Sí, ¿qué querés que te compre? –le pregunté tomando la birome
–Una caja de 32 O.B. color celeste y una caja de Alldays color lila, que diga normal. ¿Anotaste las dos cosas?
–Si… querida… anoté… escu… Había cortado la comunicación antes de que pudiera preguntarle algo. Me dirigí a la sección donde venden esos productos, me paré frente a las estanterías. Tomé el papel y leí lo que me había pedido. En ese momento una mujer paso a mi lado. Al ver lo desorientado que estaba me preguntó:
–Perdón, ¿busca algo en especial y puedo ayudarlo?
Le tendí la hoja y le mostré lo que mi esposa me había pedido. La mujer colocó dentro del carro la mercadería, le agradecí por su atención. Llegué a la caja, coloqué todo sobre la cinta transportadora. Presenté la tarjeta de descuento. La cajera era una mujer joven. Al ver los dos últimos artículos que había comprado, me miro y sonrió.
–Mi esposa se olvido de comprarlos la semana pasada.
–Y sí –me dijo más sonriente todavía–, a cualquiera le puede pasar, ¿no?
Me preguntó si quería algo de las ofertas, le dije que no, aboné la compra con la tarjeta de crédito, coloqué todo dentro de bolsas blancas y salí del supermercado. Coloqué todo dentro del baúl del automóvil. Salí del estacionamiento. Metros más adelante había ocurrido un accidente. No tenía otro camino por donde salir. Escuché sirenas, apareció una ambulancia y dos automóviles de la policía. Me armé de paciencia. Encendí la radio. Apagué el motor y esperé. Instantes después mi celular sonaba.
–¿Adonde estás? –la voz dulce de mi esposa sonando en mi oído.
–En la salida del supermercado. Hubo un accidente. No me puedo mover ni para atrás ni para adelante. Además, la ambulancia y los autos policiales cerraron la salida.
–¿Compraste todo lo que te pedí?
–Sí, querida.
–¿Me trajiste también los diarios?
–Sí, querida.
–Bueno, apurate, querés. La comida está lista. No me gusta comerla fría.
–Sí, querida.
Minutos después despejaban la zona. Tomé rumbo de mi casa. Pasé por la casilla de correo a retirar la correspondencia recibida. Detuve el auto en el estacionamiento del edificio. Bajé las cosas y las subí hasta el departamento. Al abrir la puerta vi a mi esposa sentada en el sofá del salón mirando la televisión y pintándose las uñas. Llevaba puesto un salto de cama, ruleros y el rostro lleno de una crema antiarrugas color verde. Guardé las cosas en la heladera, nos sentamos a almorzar.
–¿Te puedo pedir un favor, la próxima vez que vayas al supermercado, podés ir más temprano?
No tenía ganas de ponerme a discutir con ella, lo único que atiné a decirle en ese momento fue:
–Sí, querida.

Samuel Lijovitzky -Argentino-
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones 53

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