Le habían pedido un café. Mientras veía el líquido caer en la taza, pensó en aquella angustia que siempre le embargaba y que nunca consiguió darle una explicación o determinar su origen. Sirvió el café y el cliente lo agradeció con un gesto. Luego pensó en sus acciones y las consecuencias. Aceptó que, con total libertad, había tomado siempre sus decisiones. Por entonces, tuvo muchas posibilidades de elección. Tal vez, evaluadas ahora desde el presente, no parecerían las más acertadas, pero en su momento fueron consideradas como las más consecuentes. De dónde, entonces, esa angustia que le asaltaba a cada instante. “Qué sentido tiene”, se preguntó mientras servía otra mesa. Luego se dijo en voz baja, “Tengo que cambiar de trabajo”. En el otro extremo de la terraza alguien pidió la cuenta. “Al final todos pagamos lo que hacemos. Es una forma de asumir las consecuencias de nuestros actos. Si soy capaz de elegir y tomar mis propias decisiones y ser el único responsable de ello, no necesito ampararme bajo ninguna doctrina, bajo ninguna asociación, bajo ningún pretexto o justificación. Si soy responsable de mis actos, soy dueño también de ellos, de elegirlos y gestionarlos como mejor me parezca”. Recogió el dinero y dio las gracias por la propina. No quería perder el hilo de su pensamiento. “Si esto es así, cuanta más responsabilidad acepte, más dueño soy de mí mismo y más libre me sentiré”. Su jefe le hizo un gesto y acudió con diligencia. Le hizo algunos comentarios sobre el servicio y le señaló una mesa que, según le dijo, los clientes llevaban mucho tiempo esperando. “Indiscutiblemente tengo que cambiar de trabajo”, se dijo. Continuó con su faena y regresó a sus pensamientos: “Mi responsabilidad determina mi tiempo. No puedo ser responsable del futuro, ni libre en el futuro. Mi tiempo, por el que en realidad me tengo que preocupar, es el presente, donde ocurre la vida. Seré si antes he vivido, porque la existencia precede a la esencia, y mi esencia será el producto de mi libertad de elección y de mi responsabilidad. Como humano me sitúo en la existencia, que es consciencia y libertad, las demás cosas son, simplemente. No tengo garantías de que pueda conseguir un nuevo trabajo, en realidad no tengo seguridad de nada, porque la existencia está llena de posibilidades sin la certeza de que lleguen a cumplirse. Esta contingencia es la que produce la angustia vital que me invade”. Un empujón de un cliente lo devolvió a la realidad. Se disculpó y se acercó a una mesa a cantarles el menú. Era tarde y algunas farolas se habían apagado en la calle. Sabía que en un par de horas se liberaría de su trabajo y que emprendería un tranquilo paseo hasta su casa. Lo estaba deseando, era el momento más feliz del día. Seguiría pensando bajo el negro cielo de la ciudad. Era su momento trascendente, el que le permitía salir de su propia conciencia para interpretar al mundo. De nuevo esa angustia en el alma y la noche frente a él. Se dio prisa en recoger las mesas, terminó, se cambió y se despidió de los compañeros. Hundió sus manos en los bolsillos después de encender un cigarrillo y fijar su mirada en el suelo. Cruzó con lentitud la gran plaza y se internó por las callejuelas estrechas del barrio antiguo. Cuando alcanzó la avenida principal reparó en la fachada de la Universidad. Tres años ya desde que dejó su puesto de profesor numerario, tres años ya que sintió la náusea instalada en su estómago. Lo recordó y aligeró el paso hasta perderse en el silencio de la noche.
De Relatos de andar por casa de Isidoro Irroca
No hay comentarios:
Publicar un comentario