VACÍO
Todos uniformados. Apenas superan los 13 o 14 años.
Son ruidosos. Dos adultos flanquean al grupo. La acera se llena con sus pasos. Hay voces estridentes que fluyen, como una fuente, hacia el exterior. A la anciana le incomodan. Sentada bajo la marquesina, los observa.
Tiene un mal día, la cabeza duele y late, late y duele. Los chavales avanzan y salen de su ángulo de
visión. Cien metros a su izquierda, un autobús se aproxima. La mujer gira la cabeza. No sabe si debe
subir a él o no. Tampoco recuerda por qué permanece con la nariz fruncida, como si algo la hubiera molestado.
Pero a su alrededor, no hay nadie. Ya no hay nadie.
Y AL FIN OYÓ
El silencio cesó; un laberinto de voces, lejanas como un mar de Venus, trotó a su alrededor. Y en el bramido de los cascos distinguió la primera voz, casi ya olvidada.
La madre coloreaba su nombre entre los labios.
El niño al fin oyó.
Y LA EMPATÍA SE DESINTEGRÓ
Trasladó su dedo en pos del reguero sutil de una lágrima vertida. Al llegar a su barbilla, la gota cayó. Entonces, retiró el dedo. Ella, frente a él, quedó a la espera de otro gesto de amor.
Y SI MEZCLAMOS LAS LÁGRIMAS…
Mientras el niño llora, la madre sorbe sus propias lágrimas.
Ya saldrán cuando el hijo duerma y deje en la mesilla su antifaz de heroína.
Del libro Transfiguración de FÁTIMA MARTÍNEZ CORTIJO
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