jueves, 11 de mayo de 2017

LOS RATONES Y LOS POBRES


(Fragmento del artículo La Voz de los Ratones de 1912)
     
     Es domingo, cuatro o cinco de la tarde, tengo el lápiz en la mano, y pienso en la peste bubónica. Y de repente, y sin saber cómo ni cuándo, se me ha empezado a meter alma adentro una gran compasión, una inmensa lástima hacia esos pobresitos ratones que tan mal lo deben estar pasando a estas horas.
      Trampas y ratoneras de todas clases, venenos fulminantes, harina de maíz mezclada con yeso para inducirlos a comer y lograr que el yeso se les haga una piedra en el estómago y les produzca cólicos atroces hasta que mueran desesperados... toda una sarta pavorosa de alevosía y crueldades encaminadas a exterminar de raíz miles y miles de inocentes e indefensos animales.
      ¡Qué hondos, qué sombríos y aterradores escondrijos de crueldad muestra el alma del hombre a poco que el miedo la sacuda y la domine!
      Pobres ratones, condenados a expiar con atroces torturas, sin tregua ni piedad, el delito horrendo de estar -ellos también- enfermos de la peste bubónica. Para los que, como yo, reverenciamos la vida- por el gran misterio que en ella palpita- sin establecer diferencias arbitrarias entre la vida del hombre y la vida de los demás seres que comparten con nosotros el dolor y la poesía de este mundo, ¡qué cosa más amarga la persecución decretada para los ratones y los perros!
      Ellos no saben hablar, pero si supieran, ¡cuántas cosas inquietantes y terribles nos dirían!
      Dirían, por ejemplo, que ya que los matamos ahora por la sola razón de que constituyen un contagio para nosotros por su número y su falta de higiene, deberíamos también, para ser lógicos, proceder enseguida a la matanza de los pobres, que son, por sus hábitos y su falta de higiene impuesta por su misma pobreza, tan peligrosos para nuestra preciosa salud como ellos, los ratones y los perros.
      Dirían que, si nuestro instinto de conservación, alarmado por lo inminente y terrible del contagio, puede justificar su exterminio, no hay nada que excuse la salvaje crueldad de los medios de muerte que ponemos en práctica contra ellos. “Ya que nos dais la muerte dirán -o dirían- ellos, dádnosla sin inútil crueldad; dádnosla sin la tortura abominable de quemarnos vivos, de matarnos de sed, de retorcer nuestros intestinos con cólicos infernales. Dadnos la muerte, pero sed clementes, y ya que nos habéis dejado vivir y multiplicarnos a vuestro lado, sacadnos de este mundo suavemente, ahorrándonos tormentos.”
      Dirían más, dirían que si hemos de volvernos contra ellos cada vez que un peligro de plaga nos amenaza, y si consideramos que no tienen derecho, porque son perniciosos, a la vida, deberíamos realizar un gran esfuerzo colectivo, una cruzada universal contra ellos, y de una vez para siempre impedir que haya más inútiles enfermos y perseguidos ratones por el mundo.
      Y como en el mismo caso que ellos se encuentra la legión interminable de pobres, de esos que viven -sin baño y sin aire y sin ningún otro elemento de higiene- hacinados en miserables y pestilentes tugurios, también con ellos, con los pobres, debe rezar nuestra clemente cruzada eliminadora, hasta que de igual modo consigamos, al fin, vernos libres por siempre del pobre.
     Dirían más; dirían:
“¿De qué vale que os hagáis la ilusión de que toda vuestra mal escondida crueldad ancestral, puesta al descubierto en este instante, va sólo contra nosotros -animales de especie distinta a la vuestra- y no va contra los pobres, animales de vuestra misma especie? ¿De qué vale que vuestros bandos furiosos -repletos de alevosías y tormentos para nuestra pobre especie- nada digan contra los pobres? ¿Es que por eso os creéis más compasivos y humanos con ellos? ¿Pero no sabéis que los estáis condenando a muerte, a la más cierta y espantosa de las muertes, dejándoles seguir viviendo hacinados como cosas -sin luz, sin aire, sin agua y sin alimento sano- en sombríos y miserables tugurios? Entre esta muerte, la de los pobres, la que consiste en esperar, sin moverse y sin chistar, en el fondo de la infecta zahurda, la feroz y segura embestida de la peste, y la muerte que nos dais a nosotros, no obstante su abominable crueldad, preferimos ésta, la nuestra, porque es menos lenta, menos saturada de la angustia de la zozobra continua, menos impregnada de la odiosa y malvada hipocresía que os corre por las venas en cada gota de la sangre, de esa sangre de rapiña y de miedo y de brutal ferocidad que lleváis dentro.”

Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera

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