martes, 23 de mayo de 2017

LA ISLA


¿Qué le pasa amigo?, con esas palabras me recibió el Dr. Greemberg, un médico psiquiatra muy
recomendado. Sus ojos me observaron detrás de las gafas de grueso marco que achicaban su afable
rostro, mientras titubeando yo le contestaba: Este..., Yo..., no se cómo decirle Dr..., me siento muy
tenso, hace un tiempo que me cuesta dormir, Ud. sabe, los problemas en el trabajo, la familia, todo
se encarece Dr., ¡pero todo!, la inseguridad, el tráfico tan pero tan congestionado!, la otra vez crucé
la calle, y por poco me atropellan, ya no sé qué hacer Dr., todo se me hace cuesta arriba, ayúdeme,
por favor se lo pido. Y con éstas palabras terminé mi descargo sintiéndome más aliviado. Bastó la
mirada solidaria del médico para sentirme comprendido, y luego de un sumario interrogatorio me
extendió la prescripción, y al mismo tiempo me explicó cómo y cuándo tomar los comprimidos
recetados. Con un apretón de manos finalizó mi consulta, al tiempo que me decía:
Quédese tranquilo amigo que todo se va a arreglar. Al salir del consultorio me di cuenta de la
gran cantidad de pacientes que esperaban su turno. De la farmacia me fui a casa lleno de
entusiasmo y optimista. Antes de acostarme tomé la medicación, eran unos comprimidos celestes
que llenaban todo el frasco. Como de costumbre, di vuelta, y más vueltas en la cama, hasta
encontrar la posición más cómoda para conciliar el sueño que tan difícil se me hacía. No sé qué
ocurrió, pero impensadamente me sentí transportado en el tiempo y espacio, en un viaje incierto
y misterioso. De pronto llegué a destino. Mis plantas pisaban la arena firme y suave, pero no sentía
mi peso, esa sensación de ingravidez era maravillosa, por primera vez en mucho tiempo no me
dolían las piernas, y sobre todo las rodillas, tiré el bastón de contento que estaba, miré a mi
alrededor y era increíble lo que veía: el cielo era una gran sábana celeste claro que se extendía
sobre mí, el sol en lo alto lo iluminaba todo, pero su luz no hería mis pupilas ni quemaba mi piel.
Y el mar, ¡el mar!, abrazaba esa lengua de arena perdida y solitaria, rodeada de sus aguas
transparentes, verdes esmeraldas, templadas, en cuyo fondo cardúmenes de peces multicolores
zigzagueaban por doquier.
Palmeras datileras, rodeaban la costa y múltiples senderos conducían a hermosos jardines y
arboledas, cuyos frutos colgaban tentadores de sus ramas. Y en lo alto de La Isla, la sólida
construcción de piedra se elevaba como un templo majestuoso dedicado a la Creación. Una larga
escalinata que comencé a subir me llevaba hasta ese, llamémosle Obelisco. Ni cansado ni perezoso
llegué a él. La vista desde sus alturas era magnífica. Me sentía como el primer ser que pisaba ese
atolón. La brisa acariciaba mi cuerpo, y como si hubiera un invisible anfitrión, mis ojos se
dirigieron a la mesa servida en el medio de la galería. Una gran jarra de cristal se apoyaba en el
centro, cuyo contenido rojo y brillante como el rubí, delataba un vino exquisito, del cual me serví.
El primer sorbo fue una delicia. No puedo expresar con palabras lo que sentí al probarlo,
igualmente con las ricas frutas de todos los colores y gustos, los sabrosos bocados de frutos de mar,
aves y carnes cuya variedad tan grande confundía mi gusto. Lo más lindo era que podía comer, y
en gran cantidad, y no me sentía lleno, ni las tripas me molestaban con sus gases. Y mi aposento,
era de no creer. Una amplia habitación, su techo era una cúpula transparente, a través de la cual
se filtraba la luz del día, y las nubes viajaban interminablemente. Deposité mi cuerpo en la cama
redonda, y me sentí flotando en el aire, era bárbaro, nunca antes me había pasado. Un gran
jacuzzi completaba las comodidades. Sumergí mi cuerpo y las aguas me cubrieron hasta el cuello.
Espumas perfumadas se adherían a mi piel. El agua se renovaba automáticamente. Sin poder
entenderlo un suave y relajador masaje acuático alivió la tensión de mis músculos. No recuerdo
cuándo ni cómo me desperté en la cama.
¡Me sentía como un pibe!, renovado, con ganas de jugar a algo, curioso por todo lo que veía y
experimentaba. Bajé a la galería, y en la mesa habían preparado la cena. Caldos y ensaladas.
Panecillos recién sacados del horno y mantequilla. Frutas, postres, bebidas e infusiones. ¿Qué más
se podía pedir?, estaba en el Paraíso. Apenas madrugaba, una voz íntima me despertaba, bajaba
hasta la costa y me internaba en el mar, en cuyas tibias aguas nadaba y nadaba , sin cansarme.
Una vez me sumergí en un lugar profundo y descubrí una caverna, me atreví y entré en ella. La
luz fulguraba por encima, di unas brazadas y llegué a la superficie. Era un lago submarino, cuyo
espejo de agua reposaba bajo el mar, ¡que maravilla!. Varias veces salía y entraba en él,
deleitándome con su belleza. Exploré La Isla, sus jardines y bosques, probé de todos los frutos,
habidos y por haber, unos más sabrosos que otros. Los manantiales de agua dulce y la frondosa
vegetación que los rodeaba eran indescriptibles.
Rápidamente pasaron los días y las noches. De pronto algo cambió.
Una noche sentí ruidos extraños que me desvelaron. Salí de mi aposento y me encontré de
improviso con otra persona, que iba de un lado para otro maravillado por lo que veía. Nos
presentamos y así me enteré que era paciente del Dr. Greemberg. Que les voy a contar, al poco
tiempo La Isla estaba atiborrada de pacientes del Dr. Greemberg, y todos medicados con pastillitas
celestes. Lo que había sido al principio un vergel se convirtió en un infierno. La congestión
humana era terrible. Todos nos quejábamos y nadie estaba satisfecho, al punto que se organizaron
reuniones secretas tipo Vudú, deseándole todo tipo de males indecibles al Dr. Greemberg.
Ese día el consultorio estuvo cerrado, y el siguiente también. Dicen que el Dr. Greemberg estaba
enfermo. En el consultorio del Dr. Levin, (otro médico psiquiatra), éste había terminado de
examinar al exhausto y demacrado Dr. Greemberg, y le estaba prescribiendo los comprimidos,
cuando éste último vio la receta se alarmó, y le pidió que por favor de ninguna manera y por
ningún motivo le recetara pastillas celestes, de cualquier otro color sí, menos celestes...

Boris Bilenca
Publicado en Literarte 94

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