“Una historia sobre la ancianidad capaz de interesar a todos, eso me gustaría escribir”, pensó, para de inmediato tomar conciencia de que las historias protagonizadas por ancianos poco importaban; tal vez porque se intuía soterradamente lo tanto que podrían significar; en cualquier caso, lo que prevalecía era que casi nadie deseaba conocerlas.
¿Qué es lo correcto? ¿El pacto de silencio en las relaciones cara a cara acerca de la tragedia que es envejecer? ¿Acerca de la tragedia que es morir y evaporarse sin más? ¿Envejecer incluso más que morir?
Percibía que se podía hablar con los otros de las enfermedades y los padecimientos físicos, eso sí: mejor no demasiado. Que se podía hablar de la enfermedad y de la muerte. De lo que no se podía hablar era del drama en sí de envejecer, de la angustia ante las transformaciones físicas y mentales en negativo; del horror ante la pérdida de capacidades, unas, otras; del rechazo a los cambios físicos: a las arrugas, a las estrías, a las manchas, a la victoria de la flacidez o de las acumulaciones de grasa, al triunfo del desmoronamiento frente a la potenciación de la intensidad.
Cuando tenía menos edad –cincuenta años– propuso a una obra social que lo llamó para contratarle un curso, impartir uno para que ancianas y ancianos aprendieran a contar sus vivencias, uno que centrara sus sesiones en las anécdotas personales de los participantes. El responsable más directo de programarle le señaló despectivamente que lo último que se necesitaba era dar cuerda a los ancianos para que contaran sus “batallitas”, que ya bastante lo iban haciendo sin estímulos. Él se levantó para mandarlo “a la puta mierda” y marcharse pero, pensando que los más perjudicados iban a ser los ancianos que acudían al centro, se excusó para ir al aseo; cuando regresó había cambiado el modo de plantear la propuesta, convirtiéndola en una de enseñarles a contar cuentos a sus nietas y nietos, que fue aprobada, aunque él terminó enseñándoles a quienes participaron tanto a contar cuentos como a contar anécdotas en las conversaciones, en especial en las familiares, para que recuperaran presencias y valoraciones perdidas.
Recordaba que cuando cumplió los sesenta años fue a comprar un libro a una tienda por departamentos con cafetería incorporada, y lo que debía ser un hilo musical era una música cantada, un pop rock con el volumen muy alto que impedía concentrarse al leer, conversar… Solicitó hablar con el encargado y le pidió que por favor bajaran el volumen. El encargado le respondió que entendía que a él no le gustara ese tipo de música. El subtexto: “entendía que al anciano que él era…” Él le señaló que esa música le gustaba desde siempre, pero que tal género y tal volumen correspondían a una sala de fiesta, y que acá, en la tienda, resultaban inadecuados y de mal gusto. Y que se sentía discriminado por la edad, agredido por prejuicios descerebrados. Que o bajaba el volumen o le daba la Hoja de Reclamaciones y, entonces, se quejaría también del comentario ofensivo para su ancianidad.
Por supuesto, nunca volumen alguno fue bajado con mayor rapidez.
No hacía tanto había entrado a desayunar, y tras que casi tuvo que encender un fuego para hacer señales de humo y que lo atendieran, justo cuando fue a hacer su pedido hubo de gritar porque al fondo una taladradora comenzó a funcionar con gran estruendo. Cuando preguntó a la empleada qué era eso, esta lo miro de arriba abajo y le preguntó si tenía problemas con los audífonos: que estaban haciendo una obra. Entonces él la miró de arriba abajo, se compadeció interiormente, y le dijo que con ella no hablaba porque no era la culpable del ruido, solo de la mala educación, que le buscara al Responsable. La respuesta fue que había salido por un momento, a lo que él, desde la experiencia de sus años, le señaló que mejor le buscara al segundo responsable o terminaban en Comisaría. Una segunda camarera interrumpió para pedirle que por favor esperara un instante, que vendría quien había quedado a cargo. A éste él le explicó que no existía un letrero, a la entrada y a la vista, que advirtiera a los clientes de que se efectuaban obras, por lo que se hallaba en su derecho de no desayunar con tal estruendo de fondo. Y que el ruido cesaba ya o él se ponía a dar voces, lo cual sería el principio de todo lo que iba a desatar en protesta.
Excusas del segundo responsable, cese del funcionamiento de la taladradora, y disculpas del responsable al regresar de la calle (“Solo era abrir un hueco para colocar un colgante.”). Él, finalmente encantador: hasta le sonrió y le dejó la propina correspondiente a la maleducada que lo consideró un viejo majadero.
Del libro Realidades y cuentos de FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES
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