Rómulo Tejada vivía en la villa de San Antonio con su esposa Matilde y su hija Amparo de seis años de edad, en su amplia y hermosa casona solariega.
En la vecina población de Riberalta, tenía también una finca que colindaba con la de Tomás Chacón, un acaudalado hombre de negocios que vivía con su esposa Silvia en la cercana ciudad de La Esperanza, en donde era dueño del Café El Triunfo.
Un buen día Lorenzo el mayordomo encargado de la finca de Tomás, descubrió que le faltaban varias cabezas del ganado en la propiedad de su amo, y como con anterioridad éste le había manifestado sus deseos de comprar la propiedad de su vecino Rómulo a fin de ampliar la suya, “le cupo la sopa en la miel” (como vulgarmente se dice), para muy subrepticiamente insinuarle a Tomás, que el posible responsable del dolo bien podría ser Rómulo.
Teniendo una amplia situación económica, Tomás Chacón se daba una buena vida sin tener que trabajar mucho, ya que además tenía un buen administrador de su Café El Triunfo. Su casa tenía una tapia que colindaba por un lado con la Oficina de la Policía de La Esperanza, y era así como él se mantenía muy al tanto de muchas situaciones judiciales del conglomerado.
Cuando aquel infausto día, Lorenzo el mayordomo se allegó a casa de su amo para informarle con gran alarma sobre la desaparición del ganado, éste inmediatamente montó en cólera y se dirigió a San Antonio para enfrentar a Rómulo a quien él creía responsable del fraude.
Cuando Tomás llegó a casa de Rómulo, éste precisamente acababa de llegar un tanto cansado de su hacienda de Riberalta y se disponía a descansar un poco. Fue en ese momento cuando Tomás irrumpió sorpresivamente en su casa y con una furia desbordante le dijo:
-¡Maldito, con que dándotelas de santo, mientras que me robabas el ganado!
Ausente a todo ese problema, y aún tratando de guardar la calma, Rómulo le adujo:
-¿A qué robo te refieres? No entiendo…
Entonces Tomás fuera de sí, y frente a Matilde (quien se encontraba en el séptimo mes de embarazo) y a su adorada hijita Amparo -que atónitas no podían creer lo que estaban presenciando-, en tono perentorio le gritó:
-Perro infeliz: ¡Arrodíllate aquí mismo porque hasta aquí llegaste! ¡Voy a matarte! Y ayudado por su mayordomo, a puntapiés lo obligó a hincarse en medio de los alaridos de su familia. Allí mismo e inmisericordemente, Rómulo fue ultimado a tiros.
Sobra decir que este infausto suceso cubrió de dolor no sólo a la propia familia del occiso sino también a toda la comarca, ya que Rómulo era persona por demás muy humanitario y por consiguiente muy estimado.
A los dos meses de este cruento asesinato, nació Ramiro el niño que se gestaba en el vientre de Matilde cuando el despiadado Don Tomás, privó de la vida a su amante esposo.
Esa infamante historia corrió como vox pópuli por todo el poblado, y en adelante vino a ser parte de su tradición oral, marcada por la impronta de tan sangriento y deplorable suceso que también cual carimba marcó el destino de Ramiro, ese niño a quien Rómulo no alcanzó a conocer, y el que tampoco pudo tener la dicha de conocer a su padre.
A medida que el muchacho crecía, también crecía en su ánimo el deseo recóndito de vengar a su padre, pese a las amonestaciones de su buena madre que trataba en vano de inculcarle el perdón para el asesino de su padre.
Cuando Ramiro cumplió los diecisiete años no pudo esperar más y se dio los medios de conseguir el revólver que había pertenecido a su padre (el que éste siempre llevaba consigo, especialmente cuando iba a su finca para defenderse en caso de necesidad), y el que tras de su muerte, Matilde conservaba entre sus pertenencias como un recuerdo.
Aquel día Ramiro -quien ya había estudiado la manera de llegar a la Policía con alguna disculpa creíble para luego pasar por desapercibido y poder traspasar el muro-, dijo en tono resuelto al jefe encargado:
-Vengo a instaurar una denuncia por robo. Y acto seguido expuso las razones y los nombres de los “supuestos implicados” en el “supuesto hurto”.
Tan pronto como él terminó con su denuncia, y otro cliente entró a demandar la atención del oficial de turno, Ramiro aprovechó la oportunidad y con la flexibilidad de su adolescencia y la rapidez de una inquieta ardilla, saltó el muro que lo separaba del asesino de su padre. Lo encontró sentado en un sillón reclinable muy tranquilo y sereno mientra fumaba un tabaco.
Fue grande la sorpresa de Tomás al ver frente a él al muchacho, que fuera de sí y con un odio feral le gritaba:
-Vengo a vengar la muerte de mi padre-. Y sin darle tiempo a defenderse, continuó:
-Tú mataste a mi padre de rodillas. Yo te concedo la gracia de que mueras sentado, ¡perro asqueroso! -Y acto seguido, descargó con saña todo el pertrecho de su arma homicida.
Cuando fue llevado ante las autoridades todo el pueblo -que lo había visto crecer-, acudió en su amparo gritando enardecido:
-Este muchacho no puede ser condenado. Él no conoció a su padre porque Tomás Chacón lo mató alevosamente y sin razón. Ahora es el turno de él. ¡Sólo ha vengado a su progenitor! ¡Perdónelo Señor!¡Esta es una Venganza Sagrada!
LEONAORA ACUÑA DE MARMOLEJO
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