Es la una de la mañana. Llueve. El frío se expande casi como puñalada. Un hombre maduro camina con cierto nerviosismo por la calle despiadadamente iluminada. La enguantada mano derecha tiembla levemente al sostener el gran paraguas premonitoriamente negro. Proféticamente, no hay nadie. De pronto, en mitad de la calle, surge de la nada una niebla muy blanca. Crece hasta alcanzar unos dos metros de altura por uno de ancho y otro de espesor. Tiene forma de nube. La niebla se va difuminando lentamente y, como si fuera halada por la mano de un dios, una bellísima mujer ampliamente desnuda aparece. Es alta y armoniosamente formada. Su dilatado cabello escarlata avernal tenía el límite de la decencia, y encendía la noche, apagando las luces de la ciudad. Su cuerpo era disciplinado desenfreno de fuego, deuda de carne que algún ángel convirtió en tentador mosaico de sangre muy blanca de diosas muertas. Detrás de la fémina estalla una mata de mangos rojos, verdes y azules. Las gotas de lluvia enmarcan y hacen fiesta con su cuerpo, y el aroma de las frutas crea una sensación de hermoso misterio que al hombre no le es desconocido. Sus ojos miel intenso arpegian un nuevo dejo a manzanas que se encadena a sus labios enigmáticamente gruesos, mientras sus pechos duros como una verdad muy penosa retienen y juguetean con la precipitación. Ella y el árbol se acercan al hombre fascinado. Él cierra el paraguas y la lluvia, pese a caer ahora con mucha fuerza, no lo moja. La mujer, el árbol y los aromas llegan hasta él. Ella sonríe con malicia de serafines que conocen los placeres carnales. Desnuda al hombre con una rápida y autoritaria mirada. Se abrazan con rabiosa desesperación. Se besan casi hasta el suicidio. De pie, el amor los hace, y envuelve en visiones de promesas hechas hace siglos y prontas a cumplirse. Tienen un espasmo más intenso que el agua que se desprende con vigor no ya de las nubes, sino de lágrimas de dríadas que sufren su mortalidad, y ella sonríe. Luego, ella y todo lo que era suyo se desvanecen con la misma intensidad y ritmo con que aparecieron. La niebla, como un acto de piedad acordado, forma sobre la cabeza del satisfecho y rutinariamente sorprendido envejeciente una sola frase: «El mes que viene, a la misma hora». El hombre, todavía temblando, se aleja, ya totalmente feliz…
Victor Diaz Goris
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