miércoles, 25 de junio de 2014

ESPERA


Espero sentado en las incómodas sillas. Recargo mis codos en mis piernas, escondo mi cara entre mis manos. Ahogo un sollozo… quizá dos, y espero.

Te vi en la estación de policía y un frío se extendió en mi cuerpo al recordar que miré una vez más tus ojos apagados. Te habías alejado, estabas perdida en la gris y fría distancia.
El oficial que estaba atrás de ti te sujetaba con fuerza las manos esposadas. Mirabas el suelo. Tu ser y el brillo en tu mirada habían escapado. ¿Sabes? Tengo la esperanza de que aún estén en algún lugar.
¿Mañana te veré en el periódico? ¿Una de esas noticias que suelen pasar desapercibidas? Sé que eres otra persona, alguien con sueños y convicciones, aunque hoy no sea así. Las fantasías que solíamos tener se escapan por tus labios entreabiertos… Quizá sea eso, quizá sólo tengo la absurda esperanza de que aún existan.
Levantas la mirada despacio, hacia la fila de sillas en la que estoy sentado. Tu expresión me deshace poco a poco, me quema el interior y me anuda la garganta. Aprieto mis manos, los nudillos blancos son receptores de pequeñas lágrimas que caen una tras otra después de rodar por mis mejillas.
No quiero pensar que ahora eres una persona extraña y diferente.
Me observas con el semblante en blanco. La expresión impávida de tus ojos oscuros y encarnizados no tiene ni un ápice del rutilo que tenían antes… antes… cuando me mirabas y me sonreías grácil y dadivosamente. No, ahora tus labios dibujan una tenue curva melancólica, y aunque casi no puedo percatarme los hoyuelos de tus rostro aparecen suavemente.
—¿Por qué? —pregunto sin articular sonido perceptible mientras aún te sostengo la mirada. Sonríes.

Supongo que era demasiado, ¿no? Era demasiado desde hace mucho tiempo. Los infundios, las palabras injuriosas, las pendencias, las amenazas, los golpes, el dolor… Las noches largas, los clamores innecesarios, las heridas… las que sanan en unos días, y las que se quedan ahí hasta el final… ésas son las que más duelen, los recuerdos afilados que te obligan a escapar, pero aun así te lastiman.
Era demasiado. ¿Por eso tus dedos se deslizaron por el gatillo de aquella arma? No te reprocharé si sonreíste cuando escuchaste el estrepitoso sonido del disparo. ¿Todo fue mejor después de sentir el calor del líquido espeso y rojo salpicado por tu piel? No te reprocharé si tus ojos derramaban lágrimas.
El alivio se apoderó de ti un momento… Ahora te duele saber que esa no será la última vez que llorarás por esa razón.

Los balbuceos y susurros irreconocibles de los policías que están detrás de nosotros tajan de golpe todo aquello que pude ver en tus ojos. Intempestivamente el oficial que te sujetaba te empuja hacia adelante con gesto violento, haciendo que desvíes la mirada de mí un instante, pero te detienes con firmeza y estiras un brazo; en una fracción de segundo tu mano me sujeta por la barbilla con delicadeza… los dedos que dispararon secan el llanto de mi rostro.
—¿Por qué? —pregunto de nuevo aunque sé que no quiero ni necesito una respuesta. Ya no hay nada que pueda reconocer en ti. Diriges tu mirada al frente y dejas que el oficial te empuje. Poco después desapareces de mi vista y la reverberación de tus pasos se hace más tenue.

Sigo sentado… Recargo mis codos en mis piernas, escondo mi cara entre mis manos… ahogo un sollozo… quizá dos…

Andrea Avelar Barragán
Publicado en la revista Ágora 4


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