Llevo mi agrelidad prendida al alma
con el hilo invisible del recuerdo.
El tiempo aquel donde la vida no golpeaba
con lingotes de olvido herrumbrados,
aunque sí la pobreza que marcó a la niñez:
la pieza única compartida por todos,
enemiga de los encuentros íntimos.
Después la adolescencia
—verso sin pulir—, apresurada,
llegó fantaseando el lugar propio,
inalcanzable,
y cualquier tabuco me parecía un palacio.
Frente a la imperiosa necesidad de intimidad,
¡cuántas veces soñé con intrusar
el cuarto de Van Gogh!
Del libro Cielo de Coghlan de
RUBÉN DARLIS
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