martes, 29 de diciembre de 2020

EL SUICIDA

                        

     Ligia Landaverde había estado esperando a Roberto Altavilla su marido, quien como siempre, solía llegar a casa todos los días laborales a las siete de la noche. Llevaban una vida feliz y armoniosa, y ni la más leve sombra de duda nublaba ese bello cielo de su relación marital. Se habían casado quince años atrás, y tenían una hija, quien a la sazón  contaba catorce años de edad.

     Roberto Altavilla, salía cada día de su casa a las siete de la mañana. Al medio día llamaba a su mujer muy mimoso, solícito y cariñoso. No faltaban los ramos de frescas rosas color durazno -el preferido por su esposa-, en los eventos importantes de su vida, ni los regalos esporádicos, ni las notitas románticas que frecuentemente ponía como sorpresa dentro de su delantal o en la mesita de noche, como tampoco faltaban las salidas al cine o a la ópera, o a bailar en algún club de la ciudad. Todos estos detalles salpicaban de felicidad su vida de pareja aparentemente feliz.

     Ligia Landaverde, siempre estaba preocupada por mantener su hogar muy organizado, y por tener a su marido complacido en todos los aspectos. Se consideraba una mujer feliz, y pensaba que a diferencia de muchas de sus amigas, ella tenía un compañero ejemplar: amoroso, solícito, y cumplidor de sus deberes como esposo y como padre.

     Pero sucedió que aquel  día fatídico -que marcó su vida con la carimba del desengaño y la desilución-, recibió una llamada perentoria pidiéndole que se hiciera presente en el hospital San Bernardo de la localidad.

     —Acuda rápido —le dijeron—, pues su marido se encuentra en la sección de emergencias en un estado muy delicado.

     Inmediatamente y sin más dilaciones con el corazón palpitante,  con gran aprensión, y angustia, acudió al hospital, y cuál no sería su sorpresa cuando encontró allí a una mujer desconocida que lloraba amargamente al pie del cuerpo cianótico y ya exánime de su marido. Allí supo con inmensa incredulidad y con dolor, que Roberto Altavilla su flamante esposo, convivía con esta otra mujer llamada Ofelia Betancourt desde hacía cuatro años, y quien tras de “poner las cartas sobre la mesa” también le confesó que en un comienzo, había sido engañada por él cuando al conocerla se había presentado ante ella como un hombre soltero. Se conocieron una vez en que Roberto fue al banco en donde ella trabajaba, con el fin de comprar unos “cheques viajeros” pues se disponía a salir de viaje con su familia.

     Tras de varias entrevistas, encuentros, y visitas, Roberto se había dado cuenta de que Ofelia estaba muy enamorada de él, y ante sus frecuentes reclamos de por qué no podían verse a diario como era lo normal, él se vio forzado a revelarle la verdad: ¡Era casado! Ese dia, le rogó casi de rodillas que tuviese paciencia con la situación y que esperara un poco mientras él hacía los trámites para divorciarse de su esposa…

     Roberto entonces, había resuelto la situación visitándola en determinados días después de las siete de la mañana, mas nunca por la tarde o por la noche. Ofelia entonces, ante la promesa de él y haciendo “un compás de espera” como le pedía, había aceptado la situación. Así convivieron durante cuatro años, porque siempre cuando ella  le planteaba el problema de su inestable situación, él acudía a mil excusas: le lloraba y le suplicaba que le diera “un poco más de tiempo”. Y ella esperanzada e indulgente y compasiva, continuaba en esa convivencia

     Mas sucedió que un día Ofelia le manifestó su decisión irrevocable de no verlo más, pues había encontrado a otro hombre que sí la amaba de veras, y que no estaba atado a otra mujer, como él… Entonces Roberto Altavilla reaccionó en la misma forma en que lo había hecho por mucho tiempo: lloró, suplicó, y le prometió hacerla su esposa  a la mayor brevedad posible. Pero al día siguiente al llegar a casa de ella intempestivamente por la noche -como nunca lo hacía-, encontró allí a su rival, un hombre muy apuesto y mucho más joven que él, quien se disponía según le informó, a salir con Ofelia al teatro. 

     Ofelia estaba deslumbrantemente hermosa con su vestido de noche, y con su cabello recogido con peinetones de perlas en una chignón que enmarcaba su rostro nacarado dándole un aspecto de diosa. Al verlo tan molesto como reclamando derechos que no le asistían porque era un hombre ajeno, ella con determinación le dijo:

     —¿Por qué te sorprende  la situación? Yo honestamente, ya te lo había advertido. Te ruego por favor no importunarme pues a partir de hoy, en seis meses me casaré con Oswaldo mi prometido…

     —Si tú haces eso —le dijo amenazante y con fiereza inusitada—, yo soy capaz de suicidarme. 

     Acto seguido se retiró cabizbajo pensando que había perdido la partida, y esta vez definitivamente…

     Aquella noche y como nunca lo hacía, Roberto llegó tarde a su casa; eran casi  las once, pues después de aquella escena tan deplorable y triste para él que se había acostumbrado a aquella cómoda doble vida, se fue por primera vez en mucho tiempo, a un bar para ahogar allí en el alcohol su pena,  su desdicha, y su derrota.

     Al verlo, Ligia su esposa en su intuición femenina y tras de olerlo a licor  y de notar su decaído estado de ánimo, se dio cuenta de que algo extraño le sucedía. Entonces le preguntó adónde había estado, y él muy dubitativamente le contestó:

     —Tuve que asistir en la oficina a una reunión imprevista.        

     En ese momento ella supo que su marido le mentía y que algo anómalo y deplorable que le ocultaba, estaba ocurriendo en su vida pues cuando él tardó tánto en llegar, ella llamó a su oficina y le contestó el propio gerente, quien le informó que ya todo el personal había salido como de costumbre a las seis de la tarde. Ella entonces guardó silencio, y aunque bastante intrigada por la mentira de su marido, optó por esperar para darse cuenta de lo que sucedería más adelante.

     Al día siguiente, Roberto casi por primera vez no acudió a su oficina, y muy temprano fue a ver a Ofelia al banco en donde trabajaba, pero ante sus quejas y reclamos, ella enfática le dijo:

—No insistas, por favor, pues de todas maneras yo estoy determinada a casarme para organizar mi vida. Ya me has hecho perder cuatro años con tu embuste y tus promesas. Él  entonces salió devastado, como si su mundo se hubiese derrumbado…

     Por la noche regresó otra vez a casa de Ofelia, y cuando nuevamente vio allí a su rival, dijo en tono amenazante y resuelto:

     —Yo te lo advertí, Ofelia—. Y sacando el revólver, en presencia de los enamorados se disparó un tiro certero en la sien.

     Cuando fue llevado al hospital era tarde ya: ¡estaba agonizando…!

  Leonora Acuña de Marmolejo


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