Posiblemente me encuentre delirando con esa postura del que todo lo ve y todo lo siente. Sea así o no, siempre gusté de sensaciones que, incluso, en ocasión, me dejaron a muy mal traer. Las mismas siguen latentes hasta estos días, es decir, vivo pendiente del tacto, del olfato, de lo que fue y no es, de lo que podrá ser o no será.
Por lo antes expuesto, he llevado varias décadas, guardado en una especie de escondite mental, expresiones, versos, palabras que, a mi entender, se escribieron y catapultaron a algunos autores.
Los mismos tienen que ver con el amor-tacto, pero al mismo tiempo están relacionados con la sensación, el recuerdo de algo que estuvo y quedó subrepticio, pero que se introduce en pupilas y hace delirar. Decir que esas sensaciones pasaron de moda y que los recuerdos, el palpar, sentir entre comillas, hoy se da de otra forma; o bien que las nuevas generaciones no son como las de antes, es dar vuelta la manivela en repetición constante y abrumadora.
Lo concreto es que esos versos me siguieron por distintos territorios, o bien yo los seguí a rajatablas. Estuvieron sobre mesa y otras veces escondidos en escaparates. La mesa, las calles, los sitios de este y de otros tiempos fueron trascendentes, porque formaron parte de la escenografía que dibujaron aquellos escritos ya legendarios.
Una tarde me pregunté cómo era posible que se sintiese de esa forma, haciendo separación desgarradora entre cuerpo y alma. Si bien para sentir, recordar o imaginar habrá que conocer por lo menos una vez la figura corporal, el resto será cosa de almacenamiento e inventiva.
Las diferentes formas de recordar tienen relación con el perfume, la voz, o con algún ropaje olvidado en un rincón de la casa. Cualquiera de estas menudencias que hasta pueden ser catalogadas como tesoros, son, sin lugar a dudas, herramientas perentorias.
El poeta chileno residente en Europa, Oliver Welden (1946), por ejemplo, sentado en una mesa, luego de almorzar, recuerda: “Amo la coronta de la manzana comida por ti, dejada en el cenicero, entre mis colillas, con sus pepas y tallos olvidados, como para que yo simplemente los mire y recuerde que donde ahora estás no es lejos, pero que nunca conoceré el camino” ( de “Perro del amor”). Estos versos me calaron hondo. Fíjense ustedes que aún sigo viendo, sigo palpando, aquella manzana mordida, dejada, abandonada, sobre el cenicero. ¿Quién sería esa mujer?, me pregunté cientos de veces. La manzana mordida, la ausencia de ella. Ambas imágenes representan, precisamente, el misterio de lo que vivimos, el ser y desaparecer, el estar sobre una silla y dejar luego la marca, la fragancia como sinónimo de recuerdo: ¿indeleble?. Es una pregunta gigante.
Adolfo Couve (1940-1998) el pintor-escritor chileno en su “Narrativa Completa” donde expone breves anotaciones amén a su estilo, nos saca de la tierra y transporta a latitudes de laberinto. Si bien el autor siempre dijo que los poetas llegaban a sitios donde pocos alcanzan, él, que nunca se consideró tal, lo fue en su real dimensión. En Couve está el todo y también la bruma. Su retorno a la niñez, por ejemplo, la validez de lo que viene después, es decir, la existencia macro, la fragua, poderosa, desde aquella etapa. Entonces en él vemos el recuerdo transformado en espejo, en espejo cruel, o tal vez en una foto que tendemos esconder: “A alguien he amarrado al poste del parrón. No estoy solo, somos varios. Su madre ha venido por él, se lo lleva y nos dice algo duro. No puedo volver sobre el asunto; lo olvido en este instante al recordarlo con tanta intensidad”.
En realidad, la particularidad de ciertos retornos al pasado, o bien lo singular de tocar una foto antigua, entendiendo como “antiguo” todo lo que deja de ser al momento de mover un dedo, nos tiende a atrapar en una especie de cueva sin salida. Si bien Welden queda atrapado en ese mordisco a la manzana, fruta simbólica de inicio existencial, Couve, por su parte, teme a lo terrenal de una manera atroz, teme a lo que se hace, a lo que hacemos, concentrado todo en brutalidad inconsciente. En estos dos ejemplos, por consiguiente, se pasea la vida en su danza eterna, en su asombrosa e irreconciliable forma de torturarnos. Y estamos atrapados como animales de zoológico, esperando, simplemente, el todo o la nada.
Carlos Amador Marchant
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