lunes, 28 de diciembre de 2020

MI VIEJO ROBLE

 

              Ocurrió en una dorada mañana de marzo 28, de 1997 en un día de Viernes Santo. Ya habían florecido los famosos cerezos en Washington llenando la ciudad de un esplendor vernal digno de verse; la primavera había llegado aquí a Long Island, con pujanza en brillante renacimiento de dramatismo cromático, cual regalo de Natura tras el triste y algente invierno, que muchas veces por la opacidad de sus paisajes, sume a muchos en un estado anímico soporoso y depresivo, llamado S.A.D. (Season Afective Disorder) o desorden afectivo por la temporada.

     Acababa de pasar el equinoccio y una luminosidad transparente y una tibieza acogedora reinaban en el ambiente. Ya habían brotado los cólquicos, los jazmines, los nardos, los narcisos, y los tulipanes, y flotaba en el aire un aroma de frescura y de renovación. Todo, como un milagro empezaba a reverdecer tras un letargo de aparente muerte. Los pajarillos alborozados dejaban oír de nuevo sus trinos cerniendo y picoteando ansiosos los tiernos y rosados brotecillos del cerezo que cual portero fiel está entronizado en el antejardín de mi casa, al pie de la caja postal como para saludar cotidianamente al gentil cartero. Los tordos, los zorzales, y los petirrojos habían comenzado a aovar en los nidos (que en casitas construídas con cortezas de árbol tengo por doquier), y en silencios rumorosos esperaban el divino milagro de ver nacer a sus polluelos.

     Eran las diez de la mañana de aquel viernes, cuando la cuadrilla de alacres mozos de la “Compañía Forever Spring” llegó diligente con sus máquinas y sierras a cortar el viejo roble. Troncharon su vida cuando todavía se empinaba altivo y orgulloso, y aún majestuoso izando las ramas que el pasado otoño había desnudado en el deshoje de su ciclo y que ahora, inocentes, esperaban el nuevo vestido esmeraldino de la primavera. Los muchachos cortaron primero sus brazos que al cielo se alzaban con donaire, mientras desde mi ventana, yo observaba con cierta pesadumbre, cómo uno a uno, se los fueron cercenando con indiferencia e impiedad; mas pensé conciliatoria que ellos sólo cumplían con la misión encomendada.

     Al escuchar los golpes de los primeros hachazos y de las ramas cayendo abatidas al suelo, experimenté un raro pesar, pero me sentí aún más apesadumbrada, y casi insensata e ingenuamente sobrecogida, cuando la sierra implacable derribó su inmenso tronco ya desprovisto de ramaje, como degradado, indefenso y sin dignidad. Hasta mis queridos vecinos se acercaron curiosos a presenciar con cierto estupor, el derribo del que aún se mostraba orgulloso como el más pujante árbol del entorno.

     Parecía como si le estuvieran quitando la vida a alguien que en su plenitud aún quería vivir. Vislumbré, casi horrorizada, la tala de este amado árbol asociado a tántos recuerdos de mi vida ( aquí en esta acogedora y amada tierra newyorkina), que en una retrospectiva desfilaron  con cierta melancolía por mi lienzo memorioso; y aunque yo había determinado cortarlo por razones de seguridad de mi casa, sentí su derribo como un acto abominable, agresivo y violento que mi viejo roble recibía inmerecidamente, inerme y silencioso.

     Visualicé entonces con dolor y conmiseración casi crísticas, el fatídico momento en el cual con crueldad felina, se priva de la vida a un ser humano, o en el caso dado en el que como en un libamen de sangre,  bárbaramente se aplica la pena capital (que aún se                                                                        perpetúa pese a que estamos viviendo en una época de admirables progresos culturales y de toda índole; progresos que se supone vayan en pro del entendimiento y del mejoramiento humano).

     Como era Viernes Santo y me aprestaba a atender el servicio religioso de recogimiento al que tengo por costumbre asistir cada año (en el templo de St. Frances de Chantal localizado en la avenida Wantagh del pueblo vecino del mismo nombre), asocié el acto de la tala de mi árbol, con el cruento en que la  ciega humanidad, segó la vida de Jesucristo cuando aún estaba en plena juventud y quien en el momento supremo de su angustiosa muerte, clamó al cielo con las palabras deprecatorias: “¡Elí, Elí, ¿lama sabactani?” (Mt. 27-46), que traducidas significan: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?

     Por otra parte, en aquella retrospectiva de sentimientos en conflicto, recordé con cierta melancolía y nostalgia, cuando veinte años atrás (y llena de emoción, en compañía de mi esposo, y de nuestros cuatro alborozados hijos -que aún eran unos chiquillos-), había plantado con amor aquel fresco árbol en la esquina de mi jardín donde lo habíamos visto crecer frondoso y con feracidad. Por su parte, mi ahora viejo roble, también airoso como un noble guardián había visto crecer a mis retoños. Mas a pesar de que aún se erguía altivo y lujuriante y hacia el azurado cielo se empinaba como en un anhelo arcano de tocar las estrellas,  ahora en un mutismo impotentemente resignado, recibía una muerte sorpresiva: se le truncaba la vida con tajos aleves y certeros bajo el temor  y la aprensión de sus dueños de que pronto sería un árbol más añoso, ruinoso, rugoso, agrietado y sin follaje y por consiguiente, una amenaza de que quizás pudiera derrumbarse sobre la casa en las tempestades del estío, o en los vendavales del otoño.

     Es de anotar que días antes, habían pasado -como de costumbre-, los empleados gubernamentales de mantenimiento y ornato (de este mi amado pueblo de Levittown de Long Island en donde he estado afincada por casi siete lustros), cortando las ramas de los árboles viejos, a fin de que no interfirieran con el tendido de cables de la red eléctrica, y/o, plantando en su lugar otros nuevos en las verdes fajas que bordean las calzadas. 

     Una extraña melancolía de sentimientos dispersos y ambibalentes, navegó en los latidos de mi corazón transverberado al recordar que hasta ellos, respetando la imponente majestuosidad de este mi bello roble, no habían plantado cerca de él, árbol alguno aquel día de su ronda de arborización. Vino a mi mente con admiración, el simbólico acto  instaurado en mi adorado país natal Colombia, de plantar un árbol en nombre de alguien que fallece, en lugar de enviar coronas a los dolientes, como ha sido la costumbre. Ésto no sólo es una demostración de afecto y de aprecio hacia los deudos, sino también una bella manera de recordar al difunto, en un tributo místico, sublime y noble hacia el tesoro de la madre tierra a cuyo seno  han regresado sus despojos físicos.                                                                                                                                                                                                 

     No se le permitió al viejo roble echar de nuevo su ramaje (en la primavera que apenas comenzaba), que nutrido con la esperanzadora savia, sabia, le hubiese dado vida para retoñecer. Los pajarillos vocingleros no volverían a anidar amorosos ni a cerner en holgorio flirteante entre sus acogedores brazos esmeragdinos; su generosa sombra no                                                                        volvería a amparar con su frescura a los vehículos que en el sofocante estío, eran estacionados allí cerca; su dorado follaje no adornaría más el paisaje autumnal...

     Conciliatoriamente, y buscando indulgente una razón que justificara aún más mi decisión de cortar mi viejo roble, acudí a la reflexión de que la vida es un ciclo (“sólo estamos girando en la misma constante disfrazada de cambio”, como lo expreso en el poema “Confusión” de mi libro “Poemas en mi Red”. 1992 Plaza & Janes  ), y que todo tiene su tiempo, como dice el Eclesiastés. Entonces tratando de acallar mi tardía conmiseración, pensé con indulgente filosofía: “Ya mi viejo roble cumplió casi su misión y pronto su piel se agrietará dejando al descubierto su noble carne, que cansada llorará lágrimas resineras; prefiero guardar en mi recuerdo la imagen de un lozano y pujante árbol.” Mas a pesar de todo, como un niño que se consuela con su chupete, mas con melancolía un tanto pueril y ya contradictoria, me dije dolida al escuchar cual un rugido de dolor, el crujiente estrépito del estropicio del tronco al caer derribado: “Si a mi viejo roble le hubieran dejado siquiera un muñón, él alampado por vivir, en recia exhuberancia, con tesón y bravura, hubiera echado fértiles serpollos…” Pero mi viejo amigo había sido, descuajado, talado a flor de tierra, y aún sus fuertes raíces habían sido removidas de la entraña amorosa y maternal que lo había abrigado por tántos años… De mi noble amigo sólo quedaba allí en su lugar de sacrificio, su ripio como cofre cinerario, ripio que más tarde serviría de abono y de alimento, como recursos de reciclaje que la madre natura emplea en su cíclico vivir.

     Allí en la esquina ahora vacía, en donde mi viejo roble se había levantado como un airoso monolito, más adelante como en un acto de consolación e ingenuo desagravio a la amorosa tierra de su habitáculo, yo hice un jardín lapidario mas no triste, para atraer mariposas y pajarillos. Así pues planté caléndulas, susanas, girasoles, minutisas, ásteres, lirios y lavandas.

     Como dato curioso he de decir, que al extender al jefe de los jardineros de “Forever Spring” los 300 dólares por su trabajo de tala ( lo cual deploraron mis hijos al darse cuenta, y que para mí fue como “un arboricidio”), aquel marzal día me sentí como Judas cuando desesperado, devolvió a los Sumos Sacerdotes las treinta monedas de plata que recibiera en pago por entregar en un acto traidor al Nazareno su Divino Maestro, y con las cuales ellos más tarde compraron el Campo del Alfarero (llamado Campo de Sangre por el triste simbolismo), sitio que posteriormente fue usado como lugar de sepultura para forasteros.

¡Esta es la historia de…Mi viejo roble!

Leonora Acuña de Marmolejo 


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