(Artículo de 1915)
Majarete, arroz con dulce, almojábanas... Yo voy diciéndome estas palabras muy despacio, muy sosegada y recónditamente, y siento que al decirlas se me llena el corazón de cosas de infancia que cantan y lloran.
Majarete, arroz con dulce, almojábanas... ¿Dónde estarán aquellas manos resplandecientes de blancura de carne y de alma, que para estos días de diciembre, tan suaves, tan azules, tan amables, se complacían en recrear mis ojos de niño con las tres exquisitas golosinas que he nombrado, puestas sobre un mantel?
Fino era el aire como filo de navaja; verdes los campos, pero no del verde crudo y detonante del resto del año, sino de un verde claro, delicado y lánguido. Y en todas partes, en el aire fino de la montaña y en el verde claro de los campos, ecos de coplas jíbaras olorosas a selva que subían y subían triunfantes por entre la malla de cálidas notas que tejían la guitarra y el cuatro y el güiro. ¡Oh aquellos días, melancólicamente apacibles, en que no había regaños de maestros ni necias disciplinas escolares, y todo sonreía, y había nidos y trinos y vuelos en los cafetales de Coabey, y los caminos se llenaban de muchachas, y yo tenía permiso para montar a caballo, en el minúsculo caballo negro y manso que me habían regalado, y seguir las parrandas, las alegres parrandas de gentes humildes y sanas de corazón que por instinto tenían la sabiduría de volverse niños una vez al año para irse por los caminos pidiendo aguinaldo!
En la larva de hombre que era yo entonces, qué de impresiones recogidas ávidamente, como en una especie de íntimo delirio, por todos mis poros, en todo cuanto mi vista abarcaba, desde la rama de guaba que mecía blandamente la brisa primaveral, hasta la cálida vibración de juventud en el cuerpo, en la mirada y en la voz de las muchachas que cantaban y bailaban. Yo no bailaba ni cantaba, porque era niño y tímido, pero miraba, miraba, miraba. Y de las cuerdas tensas de mis nervios se quedó prendida para siempre la rara sensación inexpresable que me producía el verdor de los campos, el palpitar voluptuoso del aire, la salmodia perenne del río, la vibración de juventud en los cuerpos de las jíbaras, y el eco lánguido de la copla campesina resonando sobre los intrépidos acentos del cuatro y los trágicos acentos de la guitarra. Y desde entonces enfermé; enfermé de la grave dolencia de ensoñación que inocularon en mi sangre el aire y las montañas y el río de Coabey, cuando les vi vestidos con el traje delicado y galano que les daba diciembre.
Y vuelven, han vuelto ya los días de fin de año, tan suaves, tan azules, tan amables, en que diluye su alborozo la mañana y su pena la tarde. Vuelven... ¿pero dónde está mi caballito negro de seguir parrandas? ¿dónde las ondulantes y frescas muchachas que llenaban los caminos? ¿dónde la copla jíbara que glosaban el cuatro y la guitarra?... ¿Y dónde, dónde hallar, Dios mío, por mucho que yo peregrinase buscándola, aquella voz, aquella cara, la figura aquella de mujer buena, triste y dulce, de cuyas manos resplandecientes de bondad recibí yo tantas veces las exquisitas golosinas de diciembre?
Majarete, arroz con dulce, almojábanas... ¡Quién iba a pensar que estas palabras me habían de conmover con la emoción de ahora, que las voy diciendo muy despacio, muy sosegada y religiosamente, pues al decirlas siento que se me llena el alma de cosas de infancia, de melodías lejanas que cantan y lloran!
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera
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