viernes, 25 de diciembre de 2020

ENCONO


“La preparación de una tristeza necesita algunas alegrías.”

Alejandro Dolina


Había pasado una eternidad de silencios y miradas evitadas, tanto, tantísimo tiempo, que ninguno de los dos parecía recordar ya el motivo por el que se habían retirado antaño la palabra. Aventuraban algunos en la taberna del pueblo que fue un tema de dineros prestados aunque nadie hablaba de quién fue el deudo y quien el deudor, ni de importes; en otros lugares, en el Casino, por ejemplo, otros afirmaban que fue algo de la política pero nadie entraba al meollo de la cuestión que produjo aquella enconada disputa.

Eso sí, ninguno renunció nunca a la parte mediana de asiento y plaza que les correspondía en aquel taburete de piedra en el que se citaban desde niños para partir hacia la escuela o iniciar las correrías de párvulos liberados por el páramo o las eras.

Desde aquel día aciago, Fermín y Feliciano, amigos desde la más tierna infancia, compañeros de muchos cursos en el colegio y apenas uno sin acabar en el instituto, camaradas de “mili”, que la hubo y mucha, dura, lejana y fría; de mil tajos y faenas en el trigo y la cebada y...; de cien novias de uno, de otro y de los dos; de otras mil aventuras y desventuras de compras, ventas y proyectos para el futuro, dejaron de hablarse y hasta de mirarse a la cara.

Pero nunca, ni un solo día, dejaron de aparecer en cuanto la campana de Santa María daba las doce caminando cachazudos cada uno desde una esquina de la plaza hacia el taburete de piedra central para ocupar, casi al mismo tiempo pero sin llegar a tocarse, una porción idéntica de piedra y plaza como la que ocupaban cuando eran amigos y aprovechaban la proximidad para contarse sus secretos.

Ahora, permanecían una hora hasta que de nuevo los avisaba Santa María con su golpe de badajo y se levantaban ceremoniosos para desaparecer lentos por la esquina contraria, sin volver la cara ni siquiera para lanzar un “¡Ahí te pudras, cabrón!”.

Fermín, pueblo abajo, apoyándose en la muleta o la cachaba según los días, a devolver el periódico a la taberna; Feliciano, subiendo hasta el Casino, para demostrar su mejor forma física y su férrea voluntad de sobrevivir al enemigo.

Durante esa hora, Fermín leía de pe a pa y en voz lo suficientemente alta como para que fuera audible por su vecino el periódico local poniendo especial atención en las noticias necrológicas donde esperaba, según proclamaba a quien quisiera oírle en la taberna, encontrar pronto la esquela de Feliciano, “...antes que la mía, por supuesto”.

Feliciano, por su parte, silbaba bajito pero totalmente audible el himno de la Legión, el Cara al Sol y otros cánticos patrióticos a sabiendas de que el pasado republicano de su amigo, un día respetado y hasta en cierta forma compartido, le haría hervir en las venas su sangre roja durante ese desfile diario de minutos.

Como si se tratara del cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, del romperse los hielos del Perito Moreno o del despertar de la marmota en Punxsutawney, los vecinos y las vecinas de Santa María del Páramo esperaban ya cada día el desfile desafiante de ambos enemigos asomados a los visillos o saliendo a las puertas de los bares de los soportales de la plaza. Hasta una guía de peregrinos del Camino de Santiago había consignado la contemplación del desafío mantenido año tras año como una de las curiosidades jacobeas de Santa María del Páramo. La oficina dónde sellaban el carnet del peregrino en dicho pueblo estaba en la misma plaza de la cita. Gracias a ello, la fama de enemistad de Fermín y Feliciano ya daba vueltas al mundo en boca de los peregrinos.

Ni la lluvia invernal ni la nieve ni los feroces fríos del páramo consiguieron nunca apartar a nuestros protagonistas de su tenaz enfrentamiento. Más de una vez tanto Fermín como Feliciano hubieron de amenazar a sus familiares con desheredarles si no colaboraban en vestirlos y trasladarlos a la plaza a pesar de las tremendas neumonías que más de una vez pescaron y en las que además solían coincidir en tiempo y duración.

Cultivar este encono significó renunciar a muchas cosas en su vida pues mientras el resto de los vecinos y las vecinas aprovechaban, por ejemplo, las excursiones del IMSERSO para hacer turismo termal o conocer el mar o las Islas Canarias, Fermín y Feliciano no se permitieron otros viajes que alguna escapada cercana, de ida y vuelta, con salida después de la una del mediodía y regreso antes de las doce del día siguiente. Solo habían viajado una vez y juntos a tierras cordobesas, a Cerro Muriano para hacer la mili y luego para volver. ¡Qué cosas!

Margarita, la veterana mujer taxista de la comarca, aún recuerda el viaje más estresante de su vida cuando recogió a Fermín en Villadangos a las once y voló por las carreteras del páramo, con su pasajero como un basilisco en el asiento de al lado amenazándola cada dos por tres con la cachaba de nogal si no llegaba a la plaza antes de las campanadas de las doce. Tres minutos faltaban para el mediodía.

Similar aventura podía contar los que conocían a Feliciano que aún no sabe cómo perdió una mañana el oremus y la orientación por los llanos de la Virgen del Camino y tuvo que secuestrar a un paisano y a su burra que paseaban ajenos a sus conflictos y obligarles a atrochar monte abajo hacia la cita diaria. Llegó. Medio descalabrado pero puntual.

No hubiera sido raro adivinar que Fermín y Feliciano, tras tanta coincidencia en su itinerario vital, fueran a fallecer en fechas cercanas pero que eligieran la misma madrugada para expirar preguntando a cada rato cómo iba la agonía del otro de la que estaban al corriente, ya fue cosa de unos hados demasiado bromistas pero así fue. Las familias, piadosas, mentían diciéndoles a ambos que sí, que ya había fallecido el otro, para que dejaran de resistirse al tránsito final pero, Fermín y Feliciano, que no se fiaban un pelo de la fidelidad de su propia prole, se negaban a poner de su parte.

Finalmente, en la madrugada del 9 de enero de 2010, entre las campanadas que marcaban las siete de la madrugada y el tañido solitario que marcaba el siguiente cuarto de hora se extinguieron las vidas de ambos enemigos sin que nadie pueda ni quiera determinar quién se fue antes o quién la palmó después.

Por expresa insistencia de los familiares de Fermín que fue, por razones de distancia del Centro de Salud, el segundo de los visitados por el médico que se acercó a certificar las defunciones, la hora de la expiración aparecía igual, las 7 y 14 minutos del día 9 de enero, en ambos certificados y la causa, “ como consecuencia de las complicaciones sufridas y acarreadas por el invierno y la tozudez”. He de aclarar que las familias de Fermín y Feliciano no compartían para nada el encono de los protagonistas porque eran aliadas desde antaño, cuando eran amigos, o quizás por la necesidad de convenios para tratarlos después de su enemistad. Se había creado entre ellos, durante todos esos años, un clima de complicidad, divertida en ocasiones, que les llevaba compartir informaciones y estrategias.

Así pues, a pesar de que los velatorios y los sepelios fueron separados, los cortejos fúnebres se encontraron en el camposanto y aunque uno entró por la puerta norte y el otro por la puerta sur, no podían ser menos, sonrieron sorprendidos al comprobar que los antiguos amigos aún conservaban espacios contiguos para sus tumbas pues así lo decidieron cuando eran camaradas y nadie, ni siquiera su propio encono, se había ocupado en deshacer la comandita. Ya era tarde para ello.

El consejo de cada familia se reunió alrededor de los agujeroa y determinaron a un tiempo, para respetar una última voluntad de los finados, enterrar a Fermín con los pies mirando hacia el norte y a Feliciano en la posición contraria mientras sonaban las doce campanadas de Santa María.

Al día siguiente, el vacío del pétreo taburete que ocupaba en el centro de la plaza del pueblo fue cubierto por una avalancha de flores que las vecinas y los vecinos fueron colocando, sin mucho orden ni concierto diremos, a la hora indicada mientras que los peregrinos que llegaban a la oficina de información municipal, credencial o guía en mano, preguntaban por el anunciado encuentro de los antaño camaradas.

Dicen, que en este particular el narrador que oyó esta historia a su paso por el páramo jacobeo y hoy se ha decidido a contarlo solo puede imaginar lo que pasó, cuentan que a uno le tocó la gloria y que al otro le tocaron las calderas de Pedro Botero. No diremos a quién le toco qué ni por qué ya que en eso no se ponen de acuerdo las versiones ni los familiares pero que, cuentan que desde entonces ante la perspectiva de una eternidad de gozos celestiales o sufrimientos infernales lo que echan de menos de verdad Fermín y Feliciano es aquella enemistosa proximidad.

Juan Rincón.

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