miércoles, 22 de febrero de 2017

EL VIGILANTE


El gato lo mira, erguido sobre la mesa camilla, tan quieto, que en un primer momento lo confunde con una de las curiosas figuras con las que la vieja ha llenado la casa. El gato bosteza y mueve perezoso la larga cola sin dejar de mirarle.
El hombre observa el reloj por enésima vez. Inquieto. Ansioso. El maldito gato comienza a ponerlo
nervioso y la vieja no sale. Lo había planificado todo al milímetro pero nada está saliendo como él esperaba.
Era sencillo, entrar fingiendo ser un cliente de la vieja bruja, golpearla, matarla y trocearla en su misma bañera.
Lo mismo que ya había hecho con otras viejas solitarias y estúpidas.
Pero hasta que no se fuera el estúpido cliente al que atendía no podría hacer nada.
Y el gato lo miraba. Sin parpadear.
Sin maullar. Sin hacer otra cosa que observar.
Se levantó de la silla y, para calmarse, comenzó a pasear por la habitación, secándose las sudorosas manos en los vaqueros.
El gato, sin moverse de su sitio, lo siguió con la mirada.
Algo rozó sus piernas y, al mirar hacia abajo, vio que otro enorme gato se escurría entre ellas, a continuación un maullido le hizo alzar la cabeza: sobre uno de los muebles, cuatro ojos gatunos le miraban. De pronto, aquella salita se había llenado de felinos salidos de no sabía dónde.
Sobre las sillas, bajo la mesa, en el pequeño sofá en el que había estado sentado.
Gatos que lo observaban, lo seguían... y comenzaban a acorralarle.
Cuando por fin apareció la vieja, de su visitante apenas quedaba un montón de sangrante y temblorosa carne que gemía bajo una manta de mininos.
—¡Oh! —exclamó con tono alegre— ¡Veo que habéis encontrado vuestra comida! ¡Disfrutad, mis
pequeños, disfrutad!
Y los gatos, ronroneantes, siguieron clavando sus afilados dientecillos en la sanguinolenta masa que gemía suplicando ayuda.

Dolo Espinosa —seud.— (España)
Publicado en la revista digital Minatura 154

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