La señora Hudson masturba con melancolía a sus huéspedes los días de lluvia.
La situación la vence, no puede resistirse a un acto tan triste como masturbar a Holmes y a Watson. Holmes no deja de fumar su pipa, mirando por la ventana. Un coche de caballos se detiene en la puerta de enfrente. Ha bajado un hombre y el cochero espera.
Watson lee un libro, toma notas en su agenda, procura no mirar a la mujer por no resultar grosero. Bosteza porque ni siquiera se siente comprometido a estar excitado. Es un pacto antiguo que los tres aceptan sin ningún apasionamiento. El doctor cierra los ojos, intenta concentrarse. Todos simulan que son víctimas del tiempo, del mal tiempo; simulan que no están haciendo lo que hacen. A la señora Hudson le gusta hacerlo con las dos manos, a los dos hombres a la vez, sentados en sus butacas los caballeros, uno a cada lado. La habitación está caldeada, el reloj sobre la chimenea se ha detenido porque Holmes insiste en morirse de aburrimiento y hace días que paró el reloj para no perder el tiempo. Holmes suspira, apenas mancha la mano de la señora Hudson cuando eyacula. Watson se retuerce en el sillón, evita mirar a Holmes, piensa solo en la Florencia de la acuarela en la pared. El papel pintado dibuja líneas verticales onduladas, como la lluvia en los cristales, como su propio orgasmo. Holmes se levanta y enciende la luz de gas en el rincón, después abre el armario. Watson vuelve a su máquina de escribir. La señora Hudson, que está arrodillada sobre un cojín, se pone de pie y se limpia las manos con un paño de algodón. El asado está en el horno, escucha el violín a su espalda cuando cierra la puerta. Las tardes de lluvia le entristecen, tanto como el orgasmo silencioso de sus huéspedes, como el quejido de una rama que se quiebra para que el alma se les escape por el pene.
A la señora Hudson le gusta la música, pero cuando llueve no sabe tocar otro instrumento para acompasar las gotas que golpean los cristales.
Jesús Zomeño
Publicado en Agitadoras revista cultural 49
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