A los pies del Monasterio, pasando un calor insoportable y pegajoso durante el día y un frío intenso durante la noche, perseguía un recuerdo que huía de mi pensamiento.
¿Fue allí, en aquel llano rodeado de montañas? No estoy totalmente seguro. Había cosas que creía recordar. Pero no encontré ninguna de las marcas que grabé en los árboles. Tal vez no era éste el lugar. Aunque habían pasado muchos años las marcas difícilmente se borrarían.
Quizás estuviese algo más a la izquierda o algo más a la derecha. Avancé hacia mi izquierda. Veía el Monasterio. Pero las señales no estaban. Tampoco estaba en el lugar buscado.
El sol empezaba a desaparecer. El frío me obligó a cubrirme con un grueso chaquetón. Me marché antes de que la oscuridad borrara el camino de vuelta. Tal vez mañana continuara la búsqueda. Tal vez.
Fui hasta allí para encontrar un pasado y no hallé ninguna de las huellas que dejé. Parecía como si nunca hubiese estado en ese sitio. Pero había estado allí viviendo intensamente. Estaba seguro. Mi memoria así me lo aseguraba.
Aquella noche, en la soledad de mi habitación, mirándome al espejo, creí oír una voz. Me recomendaba marcharme porque no encontraría mis huellas, se perdieron para siempre. Además a quien le importaba mi nombre en un árbol.
A la mañana siguiente me marché del hotel. Me fui a ver el Monasterio. Allí estaban los enormes libros manuscritos y los sótanos con las tumbas de los Reyes de España. El frío me llegó de nuevo a los huesos igual que la otra vez que visité las tumbas.
JOSÉ LUIS RUBIO
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