Sueña lenguas de fuego recorriendo su cuerpo, un millón de vergas locas atravesándola por dentro, de parte a parte, como sables de filos embotados. Luego se ve a sí misma en el centro de un escenario inundado de caricias, expuesta a la corriente cálida de un coro de alientos animales, arrastrada sobre una insólita marejada de sombras, figurantes anónimos, llevada en volandas del proscenio al fondo de la escena... Luego las sacudidas, la compulsión frenética de la mano acostumbrada a encontrar el camino, la flexión repentina de la espalda, el temblor íntimo y fuera de control, y esa voluntad turbia, puramente egoísta, de dejarse llevar, correrse a gritos...
No suele poner nombre a los actores que imagina, apenas rostro. En conjunto es un caudal de sensaciones, un río en el que acostumbra a sumergirse sin necesidad de salir a tomar aire. Se sorprende a sí misma enamorada de un fantasma distinto cada noche: calor, tensión, saliva y voces graves y profundas del color de la tierra. Amor cifrado en el tamaño de una espalda, en la trampa de unas manos anchas, firmes, que sostienen, retienen, apresan: y ese estremecimiento en el contacto...
Siente la primera nota de calor justo debajo del vientre: es su epicentro. Luego el calor se extiende, como ondas sobre la superficie de un estanque, una especie de deflagración pospuesta, progresiva, gradual como una forma refinada de deseo. Luego, sin transición, el calor gana consistencia, se vuelve casi material, encuentra peso y forma e invade su entrepierna, recorriendo su espalda como un tiro, erizando su piel mientras se abre camino, como miel derramada. Y ella misma se vierte al fin y en un segundo eterno hacia su centro y de vuelta hacia fuera: el corazón desbocado, la sangre palpitando en sus mejillas, colmada, vencida, varada en una especie de felicidad total, más allá de cualquier gesto...
Abre los ojos en la oscuridad, ahora en calma, y escucha el silencio.
Tarda en darse cuenta de que está llorando.
Carlos Bonino
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