Por fin la dormida herida
escupió a los ojos de ocho poetas raros.
Unas manos seguían a las otras
y un albañil vertía gotas de orín
sobre nogales desnudos.
Las perlas ensangrentadas
eran como noches cerradas,
el rumor de la vida
acechaba en un jardín en penumbra.
Gasté mi vida pidiendo auxilio
mis dioses reían desde el fondo del escenario,
el agua y los escupitajos de los hijos de la ira
lavaban la dormida herida
que descubría el grito de ocho poetas borrachos.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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