Había llegado sigilosa, prudente, imperceptible. Con tiernas palabras había roto la infranqueable barrera que los separaba; había quebrado lentamente el espeso muro que los distanciaba, que se interponía entre ambos. Sin que él se percatara, las dulces letras que ella escribía se iban infiltrando en su corazón, como débiles y aparentemente inofensivas gotas de agua cristalina que caen del techo humedecido de una fría cueva; se desprenden intermitente, ininterrumpidamente, una tras otra, y se desploman con estrépito contra la sólida roca. Inmutable al principio, acaba por ceder a la furia terca y perseverante de los diminutos proyectiles que, tras un tiempo, la horadan y provocan una grieta, la primera, que acabará inundándola.
Así sintió su alma atravesada por todos aquellos versos. La pensaba, escuchaba su voz, la soñaba. Caminaba por las calles mientras repetía de memoria las mágicas palabras que ella había escrito, que como un hechizo se habían apoderado de su mente, de sus nervios, de su sangre, como un delicioso veneno que se esparcía por sus venas y recorría su cuerpo para inmovilizar todos sus músculos, para paralizarlo, en una agradable y placentera muerte. Acabó aprendiendo sus poemas, regalándole, sin ella saberlo, los desesperados suspiros de su espíritu enamorado, de su corazón renacido de las lúgubres cenizas que lo habían sepultado. Pasaba el invierno de su triste vida, volvían a brotar las flores marchitas, se abría de nuevo un claro de luz en el horizonte de sus días, mientras escampaba la atroz tormenta que con saña había sacudido sus pupilas.
Embriagado por semejante dicha, no imaginó que un día la perdería; que los oscuros nubarrones volverían a cubrir el claro manto del cielo inmaculado; que las tinieblas volverían a reinar, y que regresaría el frío a sus entrañas. No sabía que la brecha de su alma se agrandaría; que el vacío que le dejaría su marcha sería mucho más profundo que el que tenía antes de su llegada; que los dolores que le azotarían serían mucho más agudos; que las torrenciales lluvias arreciarían en sus ojos enrojecidos.
Pero no se resignaba al olvido, al destierro de cuanto había vivido, a borrar el recuerdo de quien había avivado su llama antes de volver a precipitarse en el abismo. Ahora seguía frecuentando las mismas calles, adivinando su rostro en la espesa niebla, recitando sus poemas de memoria, mientras alternaba la sonrisa por el hermoso verso con la lágrima por tan agrio recuerdo, negándose a aceptar que ella se había ido.
JUAN GARCÍA SÁNCHEZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario