sábado, 18 de febrero de 2017

INSTINTO


Desde que murió la mujer del piso de arriba sus gatos no dejaron de maullar.
Los quejidos eran molestos, desgarraban el aire, pero por sobre todas las cosas me abrumaba que
fueran tan similares al llanto de mi bebé.
Finalmente vinieron los de control animal dispuestos a llevárselos. La vieja me los había encargado a mí así que firmé sin dudar el consentimiento para que los sacrificaran.
Al tiempo volvieron. Para ese entonces yo ya los hacía muertos.
Primero crucé a uno, luego a otros, hasta completar el par de docenas de felinos que la vecina había sabido coleccionar en vida.
Me despertaba y los veía en la ventana. Habían cambiado. Estaban muy flacos. Sus pelajes, opacos y
desprolijos. Tal vez los habían drogado en cautiverio porque sus ojos ya no eran de color verde o amarillo: tenían un tinte venoso, irradiaban una luz rojiza que intensificaba sus miradas. Lo notaba incluso durante la noche: esos destellos rojos atravesaban las cortinas, siempre fijos en mí.
Decidí no alimentarlos, esperar que  se fueran. Lo hablé con el resto de los vecinos y estuvieron de acuerdo, aunque a ellos no parecían acosarlos como a mí.
El departamento en el que habían vivido estaba vacío, sin comida no creí que fueran a quedarse. Su
vocación carnívora los llevaría a otra parte.
Una noche en medio del sueño volví a oír las quejas, los llantos agudos y guturales, como salidos del abdomen y afinados por la garganta. O tal vez era mi hijo, que dormía en la habitación contigua.
Me levanté, sin despertar del todo, y fui hasta allí descalza. Mis pies se humedecieron con algo viscoso.
Encendí la luz del pasillo y vi el torrente rojo profundo mezclado con bolas de pelo regurgitadas que
provenía de la habitación del bebé.
De la cuna chorreaba más líquido.
La ventana estaba abierta. Todo era silencio. Ni siquiera alcancé a gritar.

María Victoria Vázquez (Argentina)
Publicado en la revista digital Minatura 154

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