Un velo rosa pálido sobre los ojos abiertos, el sabor a dulce del inicio. Desnúdate y abre las piernas, pero no empieces a tocarte todavía. Conozcámonos como los perros, acerca la nariz aquí, eso es. No me beses aún. Llénate, antes. ¿No es una sensación maravillosa? Existe cierta clase de dolor. Sé lo desagradable que resulta, pero no empieces a revolverte, no te resistas. Estoy explorando, luego vendrán los besos. La línea de tu espalda, la punta de sudor en tus axilas, tu olor... Hay un buen montón de cosas que no quieres saber sobre el hombre que tienes a tu lado. Y está bien que así sea. No lo toques, como la rosa del poema, deja que respire. No vamos a llenarnos de preguntas como huesos de pollo en la garganta, es pronto para eso. Me confundes. A veces, al terminar, vuelvo a mirarte y me pareces otra. No exactamente una desconocida. Entonces te abrazo para no perderte, como si eso bastara. Y me escuchas decir estupideces en tu oído, y acariciarte el pelo y prometerte cosas. Eso te gusta más, casi más que lo que hacemos juntos. Eres una maníaca de la palabra. “Háblame mientras me follas”, dijiste la primera vez. Tuviste que decirlo. Y dejé de necesitar siquiera usar las manos, sólo me acosté a tu lado e inventé historias, te lo conté todo, otro buen puñado de mentiras mientras te acariciaba la garganta, y noté cómo volvías a correrte, abriéndote de arriba abajo como una flor con prisas, y buscaste mi boca y yo te la negué, creo, en el último segundo. Pero apreté los dedos en tu cuello. Y me miraste entonces, los ojos muy abiertos, fingiendo una sorpresa que yo sabía que en realidad era anuencia, connivencia, letargo. Y esta vez fue mi mano la que movió la tuya hasta mi boca. Y te comí. Empecé a comerte entera. Sin dolor. Todo era encuentro. Luego dejé de verte, estaba solo, me palpé el cuerpo desnudo en busca de la herida...; volviste como adivinanza, paradoja, reflejo, y me aferré a tus pechos llenos de promesas, sentí que me arrastrabas sobre el polvo y a través de la tierra, atravesamos un mar largo como la vida... Estábamos en casa.
Luego una pausa, una sonrisa, un beso: tibio, lento y a ciegas, como en sueños.
Carlos Bonino
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